He leído muchas veces en los últimos días esa nunca sentencia de que “el virus somos nosotros”. Desde que el hombre está en casa ha crecido la hierba en las aceras, los polos han recuperado el hielo perdido, los pájaros cantan y las nubes se levantan.
Fotos de gorriones, afirmaciones de que nunca se habían escuchado tantos pájaros… De la noche a la mañana todo el mundo se ha convertido en un experto ornitólogo. Así que yo, que no quiero ser menos, aprovecho el primer rayo de sol en varios días para salir a la terraza y mirar hacia arriba. Lo único que veo es una paloma algo gorda y desplumada —como todas las palomas de ciudad, que parecen aves zombies — subida a la antena. Vaya desilusión, pienso, pero aún así decido intentarlo. Merece la pena. Al par de minutos empiezo a oír los cantos de los pájaros y unos instantes después pasan por encima de mi cabeza un par de gorriones y una enorme cigüeña.
Reconciliada con el mundo cierro los ojos. El sol me da en la cara y solo se escucha el piar de los pájaros. Después de un día con mucho trabajo, es genial terminar así. El impacto se escucha un par de metros más allá. Abro los ojos, miro al suelo y a lo alto de la antena. La paloma arrulla, reconociendo su culpa, y alza el vuelo. Nada es tan bonito como lo pintan.
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