Hoy he decidido vestirme. Así, con todas las letras. A fin de cuentas, es sábado, he pensado por la mañana, así que he abierto el armario de par en par y me he puesto con los brazos en jarras, porque si no, como todo el mundo sabe, el outfit no sale bien. Después de dos largos minutos en posición de jotera, y tras descartar casi todo el vestuario, he elegido un vestido lo suficientemente cómodo para jugar a la plastilina tirada por el suelo, uno de mis planes de hoy.
El problema ha llegado cuando he rebuscado en la caja de las medias. Las únicas que me quedaban bien tenían un agujero en el dedo. Diminuto, pero un principio de agujero. Bueno, no me va a ver nadie. Y no tengo más opciones. Así que me he vestido toda digna y, me he sentado en el suelo a jugar, sorpresa, con la plastilina. En esas estábamos cuando J2 sin previo aviso, dejando a un lado el churro que estaba amasando, ha acercado su cara a mi pierna y, con precisión letal, ha metido el dedo en el agujero. Ante mis ojos, este se ha agrandado, haciendo que asomase todo mi dedo.
Y aquí estoy ahora, viendo a mi dedo gordo escaparse del leotardo como si tuviera vida propia. Esto me lleva a pensar dos cosas. La primera es que hasta mis dedos están cansados del confinamiento. La segunda, mucho más práctica, es mi aprendizaje de hoy: quién me manda a mí arreglarme con lo bien que se está en chándal.
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