El móvil se ilumina. Recibo un mensaje de WhatsApp de J3: “Hola Isa. Esta mañana he hablado con el del banco. Os ve a los tres aplaudiendo a las ocho”. Emoji de manos aplaudiendo.
Me quedo mirando la pantalla, procesando la información. El teléfono vuelve a iluminarse. “Me ha dicho que huele muy bien cuando ponéis la barbacoa”. Carita con la lengua fuera, guiño.
Ahora sí que me pongo alerta. Miro a mi alrededor, como si en vez de en mi salón estuviera en un campo minado. La cortina está entreabierta, así que doy un paso a la izquierda para ocultarme tras ella. Desde allí escribo un mensaje con toda la rapidez que me permite el teclado: “¿El del banco? ¿Quién es? ¿Y cómo nos conoce?”.
En la pantalla parpadea el irritante aviso de “escribiendo”, que se prolonga durante largo rato, hasta que aparece un mensaje nada revelador: “Vive enfrente. No sé en que piso…. Una vez le comenté que vivías ahí”.
Paso revista a los vecinos. Tiene que ser alguien que esté lo suficientemente cerca como para oler mi ternasco a la brasa de los domingos. Descarto a los abuelos. Algunos ya deben llevar varias décadas jubilados. En cuanto al resto, no lo tengo claro. Mando varios mensajes sin lograr obtener más información. En ese momento, la gente empieza a aplaudir. Me asomo al balcón con recelo. Sé que alguien me está mirando, probablemente apunta todos mis movimientos en una libreta que guarda debajo del colchón —hoy han hecho churrasco. Hoy no ha habido barbacoa porque ha llovido. — pero no sé quién es. Aplaudo con mi mejor sonrisa mientras paso revista a los balcones. Debería haberme puesto las gafas de sol, pero dadas las horas hubiera podido levantar sospechas. Actúa con normalidad, pienso, y aplaudo con más ímpetu, tanto, que un hombre que volvía de comprar el pan me saluda con alegría desde la acera. Todos los vecinos me sonríen con amabilidad, pero para mi disgusto nadie lleva una gorra de propaganda de un banco, una corbata corporativa y ninguno levanta los brazos al verme y gritan soy yo, el que habla con J3. Sea quien sea, sé que está ahí y que, tarde o temprano, lo descubriré. Aunque para ello tenga que abrirme una cuenta corriente.
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