Salimos al balcón a que nos de el sol. Cuanto más silencioso está todo más le da por gritar a J2. Entiendo que es una ley universal, igual que todo tiende hacia el desorden, los espacios silenciosos tienden a llenarse de ruido.
Los habitantes de esta casa, igual que los Simpson, seguimos las leyes de la termodinámica. J2 lo sabe bien, así que se pone a gritar hasta que la calle, que estaba hasta hace poco en silencio, se despierta: unos niños se ponen a contar en inglés —¿hay algo más entrañable que ese one, two, three con acento castizo? —Un hombre comienza a hablar por teléfono y un coche pasa con el reguetón a todo volumen. Me siento culpable por haber roto la tranquilidad del barrio, pero no puedo hacer más.
Mi teléfono vibra. Es un mensaje de J3. “He hablado con el del banco. Vive en la casa de enfrente, 5ºpiso”.
Parece que se aclara el misterio. Me levanto y me acodo en la barandilla. Cuento uno, dos, tres, cuatro y, a mitad del quinto, me doy cuenta de que algo no cuadra. En el quinto piso hay una señora en bata que aplaude todos los días y que nos saluda, efusiva. La ventana que queda a la derecha de su balcón está cubierta por una rejilla y nunca he visto asomarse a nadie, salvo a un gato gordo y atigrado que nos observa como solo son capaces de mirar los gatos. J2 da un nuevo grito, y un perro se pone a ladrar. Yo vuelvo a contar pisos sabiendo que llegaré al mismo resultado. Esto es el karma.
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