Toda historia de calcetines comienza en una lavadora. En mi caso, una Balay, blanca y con funcionalidades estándar. Tengo que agradecerle que es una lavadora que no suele comerse los calcetines, así que, cuando la vacío, allí están, dos calcetines blancos entre el resto de la ropa limpia. Después, empiezo a tender. Como estoy más atenta a la vecina que fuma, y cuyo consumo de tabaco se ha visto drásticamente incrementado por la cuarentena, uno de los dos calcetines se me escurre, cayendo en la terraza del bajo.
Me meto en el ascensor porque me da pena dejar al calcetín, solo y mustio, bajo las inclemencias del tiempo. No he visto ni una sola vez al vecino en los 41 días que llevamos encerrados así que, de estar en casa, debe de ser el único propietario de España que no ha hecho uso de la terraza. Llamo al timbre, por tanto, con desgana. Tanta, que no insisto una segunda vez, pero no hace falta: el vecino abre cuando todavía no me ha dado tiempo a alejarme de la puerta.
Me guía encendiendo todas las luces de la casa a su paso. Levanta la persiana que tenía bajada a cal y canto y salimos a la terraza, donde mi calcetín está de fiesta con un muestrario de pinzas. Y yo que estaba preocupada por él.
— Igual tendría que recoger un poco. —El vecino mira a su alrededor. —No me gusta mucho salir.
Vuelvo al ascensor con mi calcetín bajo el brazo. Me alegro de haber encontrado al único español contento con la cuarentena.
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