Oye, que yo ya no quiero salir. Pero no mañana, ni pasado. Nunca. Total, ¿Qué hay fuera que el calor de mi hogar no pueda darme? Las cañas me las puedo tomar en mi terraza, me salen más baratas que en el bar. No sé hacer unas papas bravas, cierto, pero es un mal menor. Quién quiere unas bravas calientes, con su salsa y su trozo de pan, habiendo esas bolsas a las que tienes que asomarte como si fuera el borde del abismo para coger la primera patata. A la familia la veo más ahora que antes. Hemos conseguido tal destreza con la videollamada que ya no hay que llamar y colgar tres veces seguidas para que todos le demos al botón verde. Lo de hacer deporte o darse un paseo por el monte he entendido que es algo accesorio, un placer burgués. Me doy un par de vueltas por el pasillo, hago tres sentadillas y salgo al balcón a observar cómo crecen mis plantas, cactus robustos que resisten este clima desértico. Además, no me dan alergia. Es un win-win.
Ir de viaje lo llevo un poco peor. De vez en cuando miro las fotos, y después de unos cuantos lloros, unos gritos de por qué yo, aún me quedaba mucho mundo por recorrer, y un par de bolsas de conguitos, se me pasa. No hay pena que sobreviva a unos conguitos. Probadlo.
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