Hoy me toca salir. Hace falta comprar algunas cosas, así que me dirijo a paso tranquilo al segundo supermercado más cercano. Sí, he dicho el segundo. Es toda la desobediencia de la que soy capaz.
Camino por la calle y siento como si estuviese viviendo en una tarde de domingo perpetua. Las tiendas están cerradas, apenas hay coches y las pocas personas que hay por la calle parecen tener prisa por volver a casa. Un domingo algo tristón, gris, sin gritos de niños ni festejos de ningún tipo. Un domingo sin fútbol.
En el supermercado han marcado con esparadrapo en el suelo los sitios para guardar cola. Triplican la distancia de seguridad necesaria. Desde aquí no puedo ver la clave de la tarjeta, pienso, recordando con añoranza esas colas en el banco, cuando todavía se iba al banco a hacer algún trámite. La señora que tengo detrás se dirige a la cajera gritando desde detrás de la mascarilla. ¿Puedo pagar en efectivo? La cajera la mira confundida, o eso me parece, porque entre la distancia y la mascarilla no le veo bien la cara. ¿Eh? Que si puedo pagar en efectivo. Ah, sí, yo cojo monedas. ¿Cómo dices? ¡No te oigo desde aquí!
Al salir me detengo en el semáforo para que pase un coche que viene por la avenida. El conductor, único ocupante, conduce con la mascarilla puesta. A ver si llega ya el lunes.
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