Vuelvo a caminar por las calles que ya recorrí, y parece que nada ha cambiado en estas semanas. Lo extraordinario se vuelve cotidiano en tan sólo un par de paseos, y aunque probablemente sea mejor así, ya que lidiar con la sorpresa constante sería demasiado agotador, no deja de resultar decepcionante.
Camino y pienso en todos los sitios a los que quería regresar, mientras descubro lugares nuevos en esquinas que creía conocer. En ningún otro lugar se da así el arte de desaparecer, aquel en el que los lugares se extinguen, como si en vez de por una cuadrícula numerada nos moviésemos en un hutong o en una favela. Tratas de recordar todos esos lugares – ese piano bar donde suena la música, el diner anticuado de una esquina, la pastelería tan mona que estaba al lado de una juguetería – pero cuando tratas de volver, localizarlos termina siendo una tarea inútil. A todos esos sitios hay que añadir aquellos a los que dedicas unos segundos, pero que después desaparecen en la bruma de la memoria, de los pasos y de nuevas sorpresas.
Las calles de Nueva York son viejas conocidas que se tornan nuevas a cada momento. Se esconden, cambian y, al final, nada permanece.