Cuando tenía unos 10 años, encontré en la biblioteca un libro de relatos de misterio. Recuerdo con claridad el primero de ellos. En él, dos hombres se encontraban en un vagón de tren. Uno de ellos tenía mal aspecto: parecía desesperado, un hombre perdido, sin esperanzas. Ante el escepticismo de su compañero, le había explicado que era un actor de éxito, pero que no siempre había sido así. En el pasado, no había sido capaz de memorizar ni una línea, razón por la que no conseguía ningún papel. Un día, un comerciante le había ofrecido una memoria prodigiosa a cambio de que le vendiese su sueño. Al hombre le había parecido un gran trato y había aceptado, cumpliéndose lo prometido. Desde aquel momento, cuando empezaba a quedarse dormido sentía una fuerza que le sacudía, impidiéndole dormir. Ahora vagaba de un lado a otro, cada vez más agotado, tratando de encontrar a aquel hombre para poder recuperar lo que era suyo.
No había vuelto a pensar en este relato hasta hace poco. Viajaba en autobús, ya era de noche y trataba de dormir un rato, cuando un hombre y una mujer sentados en el asiento de atrás empezaron a hablar. Conversaban en voz muy baja, casi entre susurros, pero el silencio del autobús y los pocos centímetros que los separaban de mi cabeza hacían que pudiera escuchar su conversación.
– Tienes mal aspecto, – había dicho ella, preocupada.
– Es que yo no duermo. – Había respondido él, como quien confiesa un gran secreto.
– ¿No duermes?
– Me acuesto agotado y me quedo dormido. 1 hora y media más tarde me despierto, totalmente despejado. Y así todas las noches.
– Pero eso es imposible.
– Hablo en serio. He visitado a montones de médicos. Me recetan pastillas, y con ellas duermo como mucho 2 horas, pero ni un minuto más.
– ¿Y cómo te sientes?
Se habían quedado en silencio durante unos minutos. Cuando ya pensaba que no iba a responder, se había oído su voz en un susurro.
– La vida puede ser muy larga.
Un poco más tarde, el autobús se detuvo en su primera parada. Sentí que se levantaban para bajar y yo, en un impulso, me encogí en el asiento y cerré con fuerza los ojos, haciéndome la dormida.
Por supuesto, no conseguí pegar ojo en lo que quedaba de trayecto.