El otro día me caí de la bici.
Sí, tal vez debería haber guardado esta información para más adelante. Podría haber jugado al despiste para, en el clímax, terminar el post con una caída. El caso es que ya he desvelado el secreto y no lo lamento. Como mucho, puedo arrepentirme de haber cogido la bicicleta lloviendo en vez de un autobús, como hace la gente de bien. O de no haber frenado lo suficiente al subirme a la acera para aparcar. O de haber frenado demasiado, lo que propició que mi rueda trasera derrapara y me estampara contra el suelo.
Mi historia comienza en el momento exacto en el que la bicicleta se inclina demasiado y doy con mi costado izquierdo en el suelo. El chaquetón amortiguó en parte el golpe, nadie me negará que las caídas invernales son mejores que las veraniegas, pero no evitó que sintiera un dolor punzante en la cadera y en el codo. Me levanté, confundida, pues toda caída en la edad adulta tiene su punto de sorpresa, y levanté como pude la bicicleta del suelo que, de repente, pesaba un quintal.
– ¿Estás bien?
Un señor corría hacia mí a toda velocidad, agitando mucho los brazos. Mi caída ha debido ser de lo más aparatosa, había pensado.
– Todo bien, gracias. Parece que se ha quedado en un susto.
– ¿Seguro que no te has roto nada?
– Nada de nada, tranquilo. No se preocupe.
Yo, que soy de poco hablar, y más con desconocidos, le había sonreído. Dando por zanjada la conversación había empezado a caminar empujando la bici, dispuesta a cubrir la veintena de metros que me separaban de la parada. El hombre había expresado su alegría y regresado por donde había venido, pero había otro espectador, una chica joven con un perro, que no se movía. La había mirado, dispuesta a dedicarle, también, mi mejor sonrisa:
– El golpe duele, – había dicho, por fin, arrastrando las letras. – Pero lo que más duele, es el orgullo.
Había dado un tirón a la correa y se había dado la vuelta, considerando que ya había hecho su trabajo.
Tenía razón. Eso sí que dolía.