Llegué a Nueva York ayer. Con más retrasos, frío y ruido del esperado. No importa, hay tiempo de sobra.
Mi barrio está lleno de escaleras. Hay escaleras empinadas que nadie ha limpiado desde hace años y que conducen a azoteas cerradas. Escaleras que llevan hacia abajo, a sótanos de locales que parecen clandestinos. Escaleras de metal, de mármol, de madera con peldaños de linóleo y pasamanos casi ancestrales.
Las fachadas están surcadas de escaleras y creo que acabaré partiéndome el cuello de tanto mirar hacia arriba. Los edificios de mi calle recuerdan a Pretty Woman, con Richard Gere subiendo por su fachada, intrépido. Se que desde alguna de esas escaleras estará cantando Audrey, aunque no pueda escucharla a causa de las obras de la estación de metro o de las bocinas de los camiones.
Mi casa no es una excepción. Cada pocos minutos me asomo, medio cuerpo fuera, y miro hacia abajo y en dirección a los edificios vecinos. Las escaleras de metal no son aptas para gente con vértigo y entre sus hierros parece que puedes escurrirte hasta la acera. Están surcadas de cables y llenas de óxido, pero pese a todo sirven de balcones improvisados, de puntos de encuentro y de lugares donde plantar algo.
Tengo que reconocer que todavía no me atrevo a ponerme a cantar. De momento me conformo con asomarme y ver la ciudad desde arriba. Una perspectiva totalmente inesperada.
Que emocionante leerte. Vaya ubicación maja, impresionante. Disfruta y hasta la próxima entrada. Beso
Gracias Bea!! 🙂 Muchos besicos.