En las últimas horas, antes de coger el vuelo de vuelta, es cuando empiezo a asimilar el viaje. Suelo pensar en todo lo que he visto, lo que he hecho y cómo me he sentido. Pero estos días hay otro pensamiento que no me abandona: los viajes organizados, esos contratados en agencia con circuito cerrado, deberían formar parte del eje del mal. Por varias razones:
1. El GH de los viajes.
Puedo ser una persona sociable cuando es necesario, pero en los viajes organizados mis niveles de sociopatía superan a los del peor asesino en serie. No sólo porque querría estrangular a más de uno, por ejemplo al señor que en estos momentos lee a voz en grito el listado de restaurantes africanos de la guía, sino porque no me apetece relacionarme. Un viaje organizado implica un grupo y la gente enseguida se adapta a esa situación: se conocen, se sientan juntos y hablan. En resumen, se les ve felices. Mientras, yo cruzo los dedos para que las mesas de la comida estén separadas y, así, no verme obligada a entablar conversación.
2. Un recorrido para conquistarlos a todos.
Cada persona tiene su itinerario ideal, todo aquello que no quiere perderse. Si mi listado coincide con el de la mayorista, es un milagro. Que, además, coincidan los tiempos, es algo que todavía no me ha sucedido. Las paradas más largas no son en los miradores más espectaculares, ni en los mejores museos, sino en la tienda donde se llevan más comisión. Y eso me lleva al siguiente punto.
3. La ruta del souvenir.
Recuerdo las tiendas de vodka de Rusia, las de alfombras de Turquía y las de pergaminos egipcios. Considerando que soy una persona que huyo de las tiendas como de la peste, y más de las de turistas, el tiempo que he pasado en esos lugares, para no comprar nada es el que más me duele haber perdido.
4. Una parada, una foto.
Parar, bajar, hacer una foto y volver a subir al autobús. Esa es la frase más repetida en los viajes organizados. Vamos a ver. Mis pelos y yo no aportamos nada a este precioso fiordo, y sospecho que ha habido fotógrafos que han retratado las pirámides mucho mejor que mi cámara de pocos píxeles. ¿Para cuándo la opción, baja y contempla el paisaje?
5. Guías, vade retro.
Mi relación con los guías es complicada. El de Egipto nos llamaba a gritos «Faraones súper súper guapos» y en el museo del Cairo sólo se detuvo ante el preservativo más antiguo de la historia. Estoy segura de que mi guía de Moscú había pertenecido a la KGB y daba miedo preguntarle nada. En Noruega la guía está empeñada en hablarnos de economía y sus explicaciones rallan lo oligofrénico. Con la honrosa excepción de mi guía turco, que era profesor de universidad y un fanático de los hititas, el resto han sido un desastre. O, tal vez, se deba a mi sociopatía. Y, así, vuelvo al punto uno…