Contaba mi abuelo que, estando de viaje en Venecia con mi abuela, hace ya unas cuantas décadas, se le había ocurrido chistar a un camarero para pedirle la cuenta. Éste, ofendido, se había vuelto y, en castellano, le había replicado: «Aquí se piden las cosas por favor. ¡Chistar! ¡Chistar es para los gatos!». Mi abuela escuchaba la anécdota y asentía con la cabeza. «Para los gatos», remarcaba, dando a entender que aprobaba la reprimenda del camarero.
Cuando oí el primer chist, ni siquiera me di por aludida. En aquel momento era de noche, y dejaba en la acera un par de baldas de madera maciza. Tenía prisa por librarme de esos muebles heredados que nunca me habían convencido. Tampoco les habían gustado a los ex drogadictos a los que habíamos llamado con la esperanza de que se los quedaran, lo que da idea de su belleza. Así que, después de desmontarlos, meterlos en el ascensor y amontonarlos en el patio, procedíamos a colocarlos en la acera cual mercadillo americano improvisado.
El segundo chist fue más audible. Venía de uno de los balcones del edificio de enfrente. Una abuela con bata nos miraba, y negaba, a un lado y a otro, con un dedo huesudo:
– Eso no se deja allí, – nos gritó, vigilante del orden del barrio.
– Hemos llamado al ayuntamiento, – le informamos.
– No se lo van a llevar.
La respuesta había sido clara, firme, y no dejaba resquicio a la duda. Esa señora de más de 80 años, enfundada en una bata de color rosa palo y de cardado estándar, parecía conocer la normativa municipal de recogida de muebles al dedillo. Me la había imaginado escudriñando la página web del ayuntamiento y marcando los puntos de recogida con un grueso rotulador rojo sobre un mapa de la ciudad que presidía la pared del salón.
No, no parecía probable.
-Sí que se lo van a llevar, – había respondido yo, cansada de la situación y deseosa de acabar cuanto antes.
Me distraje con un borracho que, contento, se movía entre los muebles como si fuesen un tesoro y me concentré en no mirar hacia arriba, porque sabía que seguía allí. Volví a casa tratando de no encender las luces, por miedo a que averiguara en qué piso vivíamos. Me metí en la cama con la duda y, por la mañana, lo primero que hice al levantarme fue asomarme al balcón: los muebles ya no estaban. Aliviada, sonreí al saber que, sin duda, ella ya había llegado a la misma conclusión.