Cuando me quedé embarazada estuve buscando clases para seguir haciendo ejercicio. Encontrar algo que lleve el apellido “para embarazadas” y que no sea un engaño no es sencillo, así que tardé bastante en encontrar el lugar adecuado. Por supuesto, cuando apareció resultó ser uno de los centros más pijos de la ciudad con precios acordes a su apariencia. Pero yo, como buena madre primeriza, estaba dispuesta a todo.
Estuve yendo un mes. Fue un absoluto horror. La profesora llegaba siempre tarde, por lo que las clases duraban mucho menos del tiempo estipulado. La sesión se desarrollaba en una de esas peceras que se han puesto de moda en las que te exhiben como si fueras mercancía, y a mí no me hacía ninguna gracia que me vieran tirada en el suelo cual ballena varada. Por último, estaban las compañeras. A una persona de nivel socializador bajo y con límite para las tonterías cercano a cero oír hablar de carritos homologados para la siesta del bebé era más de lo que podía soportar.
Mis náuseas mortales vinieron a rescatarme. Un día, a mitad de estiramiento, estuve a punto de vomitar sobre la esterilla de mi compañera más cercana, lo que me dio la excusa perfecta para marcharme, con más alivio que vergüenza, y no volver jamás. A partir de entonces me dediqué a los vídeos de YouTube, que resultaron ser igual de satisfactorios e infinitamente más baratos.
Ayer, sentada en el balcón, y tras más de un mes de confinamiento, recordaba esta historia. En un primer momento he creído que era morriña del embarazo, lo que ha hecho que me atragantase de un ataque de risa. Después he pensado que, a veces, nos empeñamos en pagar por algo cuando las mejores cosas son gratis. Ese pensamiento estaba mejor, pero era demasiado profundo para tenerlo tapada con una manta vieja, en chándal y con los pies en alto. Así que aquí me tenéis, buscando una moraleja a aquella vez en la que estuve a punto de vomitar en el sitio más pijo de la ciudad. Quién sabe. A lo mejor no todo ocurre por algo.