Empezó a llover el domingo, después de comer, y no ha parado desde entonces. La lluvia humaniza la ciudad, hace a Nueva York un poco más vulgar, menos extraordinaria. También aquí se forman atascos: los coches pitan más de la cuenta y los taxis escasean. Las calles dejan de estar llenas, igual que en cualquier otro lugar, y los escasos transeúntes que se animan a salir de casa corren de un lado para otro, protegidos por enormes paraguas. El vaho que sube del río hace que las avenidas se acorten ante nuestros ojos y los rascacielos parecen más pequeños recortados sobre el cielo gris.
Decidimos ir a Harlem la peor noche de todas, en el momento en que la lluvia había arreciado y hacía más frío. Cuando estamos a punto de salir llega un aviso al móvil que alerta del riesgo de inundaciones. He aprendido a reírme del miedo desbocado de los americanos a todo lo que es un riesgo potencial: los secadores de pelo, la basura en el metro y, ahora, la lluvia. Le damos tan poca importancia que borramos el mensaje nada más verlo, y cuando nos adentramos en Harlem, montados en un autobús casi vacío, empiezo a pensar que tal vez hubiese sido mejor quedarse en casa.
Shrine es pequeño y oscuro, pero acogedor. En las pocas mesas que están ocupadas esa noche se sientan los músicos que han terminado de tocar o los que esperan su turno. En el escenario suena una banda folk cuyo cantante, al terminar, insiste en darnos unos tickets para bebidas gratis que él no va a utilizar. En la información del grupo leo que tiene 18 años.
La música siguió sonando hasta que, a mitad de la actuación de un grupo de blues, le susurro algo: «Qué curioso. Estamos en Harlem y todos somos blancos».