Me moría de ganas de visitar Coney Island. Tantas, que cuando el metro anunció la última parada, ya estaba dando saltos de alegría como una niña. Al salir de la estación, el mural de Nathan con los resultados del concurso de comer perritos calientes de cada 4 de julio me da la bienvenida. Los ganadores de otros años posan como luchadores de Pressing catch y puedo leer que el récord está establecido en 69 perritos. Realmente impresionante.
El mural es la declaración de intenciones de Coney Island, un lugar donde se acumula lo hortera, lo feo. Todo aquello de lo que se enorgullecen los neoyorquinos queda muy lejos en el espacio, pero también en el tiempo. El reloj del Luna Park se detuvo hace varias décadas, y paseando entre las atracciones puedes encontrar tómbolas rudimentarias y autómatas que prometen enamorarte por un cuarto de dólar. El paseo de la playa está atestado de puestos de comida con olor a fritanga, y los comensales beben sin traspasar una línea pintada en el suelo. Unos metros más allá, un grupo de puertorriqueños bailan como si acabasen de salir de un after.
Me muevo contenta entre ese feísmo, sin apartar la mirada del Cyclone, mi auténtico destino. Nerviosa pago los billetes y consigo encajarme en uno de sus diminutos asientos de cuero marrón. El viaje dura menos de dos minutos y termino feliz, pletórica.
Me encantan las montañas rusas. Hay subidas, bajadas y más subidas. Las subidas parecen que no se acaban nunca y pueden provocar más vértigo que placer. En algunas caídas son peores los nervios previos que lo que realmente sucede, y terminas reconociendo que no fue para tanto. Otras, pasan desapercibidas hasta que no te ves la punta de los pies y las tienes que afrontar con lo puesto. Sea lo que fuere, al final siempre terminas mejor que empezaste. Como la vida, vamos.