Semana del 18 al 24 de diciembre

¿Sabéis esas películas de asesinos en serie en las que un corcho preside la pared del despacho del jefe de policía? El corcho está lleno de fotografías de sospechosos, recortes de periódico y objetos diversos, y en él existen múltiples líneas que enlazan los distintos puntos en todas las direcciones.

Una tontería al lado de la lista de los regalos de navidad de mis hijas y de a qué familiar le corresponde cada uno.

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El último reto del cole es que J2 se haga una foto en el Alma del Ebro. Me encanta esa escultura pero está muy lejos de casa, hace frío y estamos fuera el fin de semana, con lo que las oportunidades para ir son muy pocas. Así que opto por enviar una foto de la primavera pasada, de un día que hacía frío, esperando que no se noten las diferencias. 

Le he dicho a L que en esa foto tenía 2 años, me dice J2 tranquilamente en la merienda, mientras unta galletas en la leche. Ahora tiene 5. No intentéis que un niño mienta por vosotros. 

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“Disculpa que te envíe un correo electrónico a estas horas”.

Firmado: alumno que cree que vivo actualizando el correo electrónico 24 horas al día, ansiosa por responder a tiempo real.

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Saco la libreta. Cerca de mí, A ronca. Abro la libreta. A se mueve, estira los brazos. Para cuando he quitado el tapón al bolígrafo ella ya ha abierto los ojos de par en par. Y así siempre. 

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La profesora de J2 pide familias voluntarias para participar en un taller navideño. J1 y yo nos ofrecemos para ir. Solo puede ir uno, responde. Perdona, es que en tu mensaje hablabas de familias. Pero es que si venís los dos no caben más padres. Ya, pero nos hemos ofrecido porque has escrito que podían participar las familias. Sí, así es. Venid solo uno.

¿Sigo insistiendo en que debería haber especificado que lo que quería era un único miembro del núcleo familiar? Me pregunta J1, que empieza a divertirse con esa conversación absurda. Déjalo ya, respondo, sintiéndome magnánima. Sacar a la profesora de ese bucle es mi buena obra del día.

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Hablando de conversaciones absurdas. Una vez fui a ver a Faemino y Cansado. Los espectadores de la fila de detrás lloraban de la risa. La pareja de delante se miraba en los momentos de más hilaridad y negaban con la cabeza, arrugando la nariz. Las dos Españas, si me preguntan.

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Vamos a una juguetería. Cada vez que elegimos un regalo, J1 lo asigna en voz alta. Éste lo traerán los Reyes. Éste, lo cagará el tió. Veo como una niña de unos 6-7 años se acerca por el pasillo y mi cabeza comienza a funcionar a toda velocidad. Cuando J1 selecciona un nuevo regalo de las estanterías noto cómo todos mis músculos se tensan y el corazón bombea a toda velocidad. Y éste… Éste, interrumpo, tratando de sonar neutral, será para el cumpleaños de A. J1 me mira extrañado y la niña sigue su camino tranquilamente, sin que haya notado nada.

Y así se salva el espíritu de la Navidad.

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En la foto una bonita estampa del banco de imágenes para desear a todos feliz Navidad (Photo by Pixabay on Pexels.com)

Un cuento de Navidad

Me había quedado atrapada en el centro de una isleta. Había tenido el tiempo justo para cruzar el primer semáforo, pero no el segundo, lo que me obligaba a esperar, sin escapatoria posible, durante un buen rato.

En esas estaba, lamentando mi suerte, cuando la vi detenerse al otro lado. Era la una de la tarde e iba vestida con un traje de noche. Probablemente venía de un evento, si es que existe algún acto que exija vestir de gala al mediodía. Era joven, así que parecía salida de una graduación que se había alargado demasiado. Hubiera sido mi primera opción si no hubiese ido tan bien peinada, con las ondas de peluquería todavía en su sitio y el vestido apenas arrugado. Había descartado la comida de empresa, demasiado arreglada, y hubiera seguido haciendo cábalas si no fuera porque ella había cruzado el paso de peatones en rojo, acercándose, descubriendo que estaba llorando.

Aquello avivó, todavía más, mi curiosidad. La chica se había detenido a mi lado, dándome la espalda. Miré con disimulo por encima del hombro. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba con insistencia al frente. La pregunta que más me interesaba resolver no era ya de dónde venía, sino qué había sucedido.

La respuesta vino del mismo lugar por el que ella había aparecido. Un chico había cruzado el paso de peatones en dos zancadas. Durante un segundo me sentí como una idiota por llevar tanto tiempo esperando a cruzar una avenida por la que no pasaba ningún coche, pero aquello era demasiado interesante como para preocuparme por los minutos perdidos. Él se había detenido a su lado, en silencio, como los perros cuando esperan a que su amo les ordene que se sienten o que suelten el palo que llevan entre los dientes. Pero no hubo orden, sino queja. Me has dejado sola, dijo ella, aparentando frialdad, aunque la voz le temblaba. Después de estas cuatro palabras, había decidido cruzar, de nuevo en rojo, como si no pudieran permanecer juntos ni un segundo más. ¿Dónde estaba el tráfico cuando se le necesitaba?

Él, por el contrario, esperó a que los semáforos cambiasen a verde. Sentí que ya nada me impedía cruzar la avenida vacía así que, a regañadientes, lo hice.

Al llegar al otro lado, miré hacia atrás. Caminaban uno junto al otro, pero sin tocarse. Volví a girar la cabeza unos metros más allá, arriesgándome a que me atropellara un patinete, y vi que el hueco se había reducido, apenas un hilo de luz entre ambos. Y pensé, cuántas veces nos esforzamos en mantener esos pequeños espacios, aunque nuestros cuerpos nos empujen a su desaparición. O, quizás, esa escena se merecía una onda expansiva en la que ambos cuerpos salieran proyectados de vuelta, cada uno, a un lado de la isleta.

Quién sabe. Yo, a fin de cuentas, sólo estaba esperando para cruzar.

En la foto, el semáforo pidiéndome, insistentemente, que cruce de una vez.
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