Caminamos por Barcelona , una ciudad que antes era la nuestra. La encontramos más sucia, más inhóspita, menos auténtica. Discutimos sobre lo que ha ocurrido durante los años que hemos estado fuera. ¿Será la gentrificación, los nómadas digitales? ¿Será que nos hemos acostumbrado a la vida en una de esas mal llamadas ciudades de provincias y ahora vemos lo que antes no nos resultaba evidente? Terminamos bromeando con que, tal vez, todo sean cosas de la edad.
Esa es, probablemente, la única verdad de todo el paseo. Que ahora somos más viejos.
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El gato de Botero en la Rambla del Raval se convierte en una atracción improvisada. Las chicas corren a su alrededor y por debajo, se suben sobre su cola y se persiguen la una a la otra, entre gritos. A los pocos minutos aparece un free tour y el grupo se detiene junto a la cabeza del gato. Distraída, escucho a la guía hablar sobre la configuración del Raval y su historia. A y J2 no se dejan intimidar y continúan corriendo, sus risas como música de fondo al discurso turístico. En un momento dado la guía se queda en silencio y se gira para señalar el gato que queda a sus espaldas. En ese mismo instante se escucha con total claridad el grito de A: ¡Tiene huevos!
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A veces una se siente muy acompañada y otras muy sola y la gente que nos rodea tiene poco que ver con eso.
Es la regla.
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Mi hermana va a dar su primera clase. ¿Algún truco? Me pregunta por WhatsApp. Rebajar expectativas y no tomarse nada como algo personal.
Síganme para más consejos sobre docencia.
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¡Mamá! ¡J2 no me pregunta!
Será no me responde.
Eso.
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Es temprano por la mañana y me siento en el borde de la cama. Contemplo el vacío. Sentada en pijama, el pelo cayendo sobre la cara, parezco un cuadro de Hopper. Pienso en lo que decían Groucho y Woody Allen acerca del dinero y de la felicidad. Eso de que el dinero no da la felicidad pero es preferible llorar en un Ferrari. O que la felicidad está en las cosas pequeñas, como un pequeño yate o una pequeña mansión. O mi favorita, esa de que el dinero no da la felicidad pero produce un estado tan parecido que es prácticamente indistinguible.
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Estoy trabajando cuando un profesor del departamento se asoma a mi despacho. Sin mediar palabra me deja un folleto de las elecciones sindicales encima de la mesa. Después parece que se lo piensa mejor y añade una docena más de ellos. Para tus compañeros, me dice. No tengo tantos. Tú ya me entiendes, responde, y me guiña el ojo, yéndose por donde ha venido.
Termino el párrafo que estaba escribiendo. Miro el montón de folletos y, encogiéndome de hombros, los tiro a la papelera.
Todos sabíamos cómo iba a terminar esta historia.