Tengo una herida en el antebrazo que no termina de curar. Me pica todo el tiempo y no consigo olvidarme de ella. La herida va cicatrizando por un extremo, pero por el otro se extiende, brazo arriba, como un animal que no deja de deslizarse. Pienso que llegará el momento en que alcanzará la axila, y de ahí saltará hasta el tronco. Desde el tronco ascenderá por el cuello y al final llegará al cráneo, momento en el que ya no podré hacer nada y moriré. Debería coger cita con la médico de familia, me digo a mí misma. Me encojo de hombros, dejo de rascarme y continúo mirando regalos en Amazon.
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Durante más de 10 minutos la empleada de la papelería me enseña libretas de tapa blanda pequeñas, libretas de tapa dura con la cubierta estampada, libretas lisas de papel cuadriculado. Yo le he pedido una libreta pequeña, de tapa dura y lisa, y preferiblemente de papel sin pautar. Pensaba que era una libreta estándar, le digo, cuando veo que está empezando a sudar. Bueno, piensa que hay muchas opciones, responde. Libretas de tapa dura, tapa blanda, pequeñas y grandes, lisas o estampadas, papel blanco, cuadriculado, rayado… La combinatoria es casi infinita. Al final me quedo con una libreta que no es exactamente lo que quería pero que se acerca bastante. ¿O vosotras podéis iros con las manos vacías después de que la vendedora os haya enseñado media tienda?
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Mamá! ¡Ha dicho joder! Ya, mi amor, pero no te tiene que oír todo el restaurante. ¡Pero ha dicho joder! Te he escuchado. De verdad, no hace falta que lo repitas. ¿El qué? Esa palabra. ¿Joder?
La edad media de emancipación en España son los 30,3 años. Ya falta menos.
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Voy a una tienda muy pija. Está llena hasta los topes y me toca esperar casi en la puerta. Una chica entra poco después. Se queda mirando el panorama, confundida. Se gira hacia mí. ¿Hay algún tipo de turno establecido? Me pregunta, muy educadamente. No, respondo. Hay que pedir vez. Como en la verdulería, añado, por si no le había quedado claro. Me mira, espantada, y se aleja discretamente. Nunca la palabra verdulería había sonado tan sucia.
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La pantalla del teléfono se ilumina. “Mándame una foto de las chicas”. Tu mensaje me pilla entre grito y grito, con un jersey a medio poner, la leche vertida sobre la mesa, un pañal abierto sobre la cama y la camiseta recién puesta llena de mocos. “Ahora mismo, cariño”.
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Ir con niños al museo es sinónimo de que el guardia de seguridad se convierta en tu guardaespaldas. Sientes su presencia constante, su aliento en la nuca, moviéndose detrás de ti por cada una de las salas. Veo por el rabillo del ojo cómo una pareja de abuelos acercan la nariz a un cuadro, y a un grupo de adultos señalar la luz de Madrazo con el dedo peligrosamente cerca del lienzo. Mientras tanto yo sostengo dos manitas con fuerza mientras finjo que me estoy enterando de algo.
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A ver si nos vemos pronto, escribo en un mensaje. Y ese a ver si nos vemos sin límite temporal se pierde en el montón de las cosas que no van a ocurrir nunca.