Semana del 30 de octubre al 5 de noviembre

Viene un electricista a casa a mover unos enchufes de sitio. Hace un agujero en la pared del tamaño de un puño que atraviesa el tabique de un lado a otro del salón. El ladrillo salta, todo se cubre de polvo. Cuando cambio de habitación veo que se ha agrietado la pared. Pongo mi mejor cara de póker, pero no engaño a nadie. Después de más de una hora de sudor — él — y lágrimas — yo — llega al lugar señalado en la pared para que se instale el nuevo enchufe. En ese momento descubre que, bajo el yeso, ya se escondía un enchufe antiguo. Nos miramos y me sonríe, incómodo. Yo me encojo de hombros. Si la casa arde a mis espaldas me convierto en un meme.

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En uno de los pasillos laterales del pasaje comercial veo unos pies en el suelo. Cada vez se curran más la decoración de Halloween, comentamos. Un minuto más tarde nos cruzamos con un equipo médico de urgencias que corre en esa dirección.

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Vuelve el electricista. Toca la pared con mano experta, como si palpase a un paciente. La escayola sigue húmeda y volverá mañana. Fantástico.

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Descubrimos un busto en medio de una fuente en el que nunca nos habíamos fijado. Durante un buen rato intentamos leer quién era pero el tiempo — y el agua, el viento, las palomas… — ha borrado las letras. Fantaseamos sobre si alguien en la ciudad reconocerá a ese señor calvo, si habrá descendientes que sepan de su existencia. Por muchas estatuas que nos dediquen solo sobrevivimos en el recuerdo. 

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Hay un concurso de disfraces terroríficos. Por delante de la cámara pasan niños disfrazados de Miércoles, esqueletos, momias y diversos asesinos en serie. Un niño pequeño, de poco más de un año, berrea tirado en el suelo vestido de calabaza. Su madre y su abuela lo observan a distancia, con una sonrisa congelada en los labios, mientras la fotógrafa — una chica de gafas disfrazada de relojero loco armada con un teléfono móvil — trata de sacarle una foto en medio de la pataleta. No lo consigue. La cola se hace más y más larga, la foto no sale y la chica pone cara de circunstancias, mientras ninguna de las progenitoras hace el mínimo gesto de recuperar a la criatura. Finalmente, la fotógrafa se incorpora. Ya está, anuncia, triunfal. Ha quedado fenomenal. 

Estoy segura de que ese niño tiene grandes posibilidades de ganar. 

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Mando a mis hijas al interior de una papelería. Vuelven en seguida. Tenemos que ir acompañadas de un adulto, me explica J2, así que las cojo de la mano y recorro con ellas el estrecho pasillo hasta el mostrador. La dependienta, encantadora y sonriente, les tiende un pequeño paquete de dulces y les da unas pegatinas. Lo único que pido, me dice al final con voz suave y ligeramente suplicante, es que me des un follow en Instagram. Por supuesto, digo, sin saber qué otra cosa se puede responder. Es, de largo, lo más terrorífico de la noche.

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El trozo de pared que rodea la nueva caja que hizo el electricista ya se ha caído. A su alrededor hay un agujero que cada vez es más grande y que lleva camino de convertirse en la boca de la verdad. Lo que siempre había deseado.

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Por la noche, cuando J2 y A duermen, cojo las calabazas. Tiro algunas de las chuches, dejo la mayoría de ellas en su sitio y como unas pocas. Supongo que esto de comerse los dulces de tus hijas es lo que otros tacharían de placer culpable, pero yo no siento ninguna culpa. 

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J1 refunfuña, gruñe, insulta por lo bajo, contemplando el agujero en la pared. Yo me limito a escucharlo en silencio mientras sigo bebiendo mi té. Parece que he alcanzado el nirvana y no lo sabía. 

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Pienso en volver a publicar en el blog. Tal vez merezca la pena pasar del papel a la pantalla de nuevo. Coger la realidad y darle la vuelta, buscando las costuras. Bucear en todas esas cosas que nos ocurren que podrían ser sacadas de una película, a veces de ciencia ficción, y otros días protagonizada por Alfredo Landa. Tratar de reírse de una misma. 

No, no merece la pena. Eso es lo último que pienso antes de quedarme dormida. 

a family wearing halloween costumes
En la foto un grupo de simpáticos niños dispuestos a llenar a la señora de followers (Photo by Daisy Anderson on Pexels.com)

Otra historia de San Valentín

Tengo el super poder, pese a llevar un reloj con fecha en la muñeca, abrir el ordenador todos los días y escribir día mes y año en la agenda cada dos por tres, de no saber en qué día vivo. Habito en un universo paralelo donde el tiempo transcurre de manera diferente, pero mantengo las apariencias frente al común de los mortales, porque nada me gusta más que vivir de acuerdo a las convenciones sociales. Así, soy capaz de agendar una reunión para mañana, martes, y a continuación despedirme alegremente hasta la semana que viene. Esto, además de despistar, sirve para generar mal ambiente en el trabajo, porque no todas las personas se pueden coger macropuentes cuando les apetece. 

Ayer escribí “domingo 13 de febrero” en la agenda con mi mejor letra y miré las reuniones programadas para hoy, día 14. Por si no era suficiente, los escaparates del barrio llevan varias semanas cubiertos de corazones rojos de cartulina en un alarde de elegancia. Debería haberme puesto una alarma en el móvil, pero probablemente la hubiera apagado para seguir durmiendo.

Ha sido esta mañana, a las 9, empujando el carrito de A a toda velocidad — algún día atropellaré a alguien y pobre de él/ella si no lleva casco — cuando he sido consciente del desastre. 14 de febrero y ni un triste detalle, ni una nota, ni nada. ¿Cómo enmendar el error? He tratado de buscar una solución a toda velocidad. A esas horas la única tienda abierta era la frutería pakistaní, y aunque lo eco está de moda, regalar borrajas no me ha parecido lo más apropiado. El bar chino de la esquina también estaba abierto. ¿Y si llamo y le invito a un desayuno romántico de cortado y churros grasientos? No, tenía una reunión a primera hora, no sirve. La farmacia era otra alternativa. ¿Qué tal una crema para pieles secas? ¿Unos batidos de los que te ahorran comer durante una semana? 

La vibración del móvil  ha venido a rescatarme. Un mensaje de J1 ha acabado de golpe y porrazo con todas mis preocupaciones:

“Me he olvidado de San Valentín”  acompañado de un emoticono con cara de circunstancias.

He sonreído. Hasta me he permitido detenerme en medio de la acera para responder el mensaje con tranquilidad:

“Esto no me lo esperaba”.

En la foto, el regalo monísimo que podría haber sido pero que nunca fue. 

El verano

Cuando iba al colegio el verano irrumpía en escena con estrépito. Ahí estaban los exámenes como colofón a un montón de materias que llenaban el calendario, aunque nunca llegábamos al final de los libros de texto. La emoción por el último día de clase que parecía que no iba a llegar, pero allí estaba. Ese último día recogíamos el boletín de notas y el papelón, un cucurucho de papel lleno de chucherías que no cumpliría los estándares de ningún real fooder y que algunos miembros del AMPA, sensibles a una alimentación saludable y equilibrada del alumnado, ya habrán suprimido a estas alturas. Cuando eras un poco más mayor el papelón era sustituido por la cena de fin de curso. Durante semanas era el tema de conversación: dónde se iba a hacer, el menú, qué te ibas a poner. Todavía no había llegado el segundo y ya habían volado los primeros embutidos del plato combinado entre las mesas, como en otra época no muy lejana en la que lanzabas los gusanitos a puñados. 

Ahora el verano empieza y no hay nada. Trabajas un día, y otro día más. De repente hace mucho calor, pero eso no es indicativo de nada porque vives en el desierto y a lo mejor es abril. Para colmo en junio siempre hace frío, por lo que es imposible orientarse a golpe de termómetro. Así que sigues trabajando como si fuera siempre el mismo día, hasta que notas que estás cansado. Y piensas que debe de ser el estrés, o la alergia primaveral, que en los últimos años se ha convertido en una alergia que por su duración debería llamarse ernoprimaveraveral. Una persona te recomienda jalea y otra que estés en contacto con la naturaleza y abraces a un árbol. Hasta que, por fin, un día paseando te das cuenta de que han abierto las piscinas y de que llevas ya varios días escribiendo un número siete cuando pones la fecha. Y entonces eres consciente de que estás en julio, ¡en julio! Pero todavía hay una montaña de asuntos pendientes sobre tu mesa y ya no puedes más. En ese momento te tomas de un trago la jalea real, abrazas a unos cuantos árboles escuálidos que crecen en tu calle y sacas fuerzas de flaqueza para hacer un último sprint. 

¡Ya se ven las vacaciones!

En la foto, la pala que lleva esperando desde el año pasado a que aprenda a hacer castillos de arena. 

Turista

Las Pirámides de Giza eran la última parada después de casi diez días recorriendo el país. Comenzamos el viaje en Luxor y, desde allí, remontamos el río hasta llegar a la presa de Asuan, donde cogimos un vuelo en dirección a El Cairo. Era uno de esos viajes organizados donde te llevan de un lugar a otro sin tener que preocuparte por el horario de autobuses o, mucho menos, por dónde está la dichosa parada,  y en el que el guía se refería a nuestro grupo como “Faraones súper súper guapos”. Yo acababa de terminar la adolescencia y no estaba para tonterías, así que le dedicaba mi peor mirada siempre que tenía ocasión. No parecía importarle. 

En aquella época, Egipto se recuperaba del atentado sobre un grupo de turistas alemanes en El Valle de los Reyes. Por todas partes se veían autobuses llenos de turistas y, casi en la misma medida, militares con enormes metralletas que no hacían más que aumentar la sensación de inseguridad. Aquel día, cuando llegamos a las Pirámides, la explanada ya estaba atestada de todos ellos —turistas como nosotros y militares de apariencia aburrida—. De aquella visita, recuerdo algunas cosas. La primera, que las Pirámides eran grandes, pero no tanto como las había imaginado. Malditas expectativas, siempre arruinando la realidad. La segunda, que era cuando menos sorprendente construir un edificio de semejante tamaño para que la entrada fuera un agujero diminuto por el que tenías que deslizarte a cuatro patas para llegar hasta la cámara mortuoria. Eso me llevó a mi tercera conclusión tras cruzarme en un estrecho pasadizo con  unos cuantos turistas de gran tamaño, y es que, definitivamente, no tenía claustrofobia.

La última conclusión llegó cuando estábamos a punto de irnos. Una amiga me había pedido un poco de arena de las Pirámides. Al parecer le gustaban ese tipo de recuerdos, creo que infravaloraba los marcapáginas de papiro y las pulseras con escarabajos azules. Como no sé decir que no, llevaba un bote vacío de carrete de fotos en el que pensaba transportar la arena. Cuando llegó el momento, me agaché y, solo entonces, me di cuenta de que no había arena que coger, tan solo un fino polvillo sobre el que se extendían latas de cocacola vacías, botellas de plástico, envoltorios de comida y Kleenex usados. Tardé un buen rato en encontrar un cuadrado de suelo limpio de un palmo de lado, en el que recogí unos pocos granos de arena antes de cerrar el bote con aprensión. 

Descubrir que no había arena en las Pirámides fue uno de mis mayores chascos. Me hizo entender lo mal que responde la realidad a las expectativas que nos hemos creado en torno a ella. Me hizo pensar que hay cosas que es mejor ver desde lejos, sin llegar a acercarnos demasiado. 

En la foto, cuando tu imaginación te juega una mala pasada.

Un misterio sin resolver

Después de semanas de aplausos amenizadas por alguna cacerolada entre medias, el piso del vecino diógenes sigue siendo un misterio. En todo este tiempo el balcón, lleno de cachivaches inservibles, ha aumentado su contenido pese a que parecía imposible. En las últimas semanas se han unido a la colección un búho de plástico sobre la barandilla, los restos de una lámpara de pie y unas cajas de cartón de aspecto dudoso. No sé en qué momento aparecen: la persiana siempre está en la misma posición y la ventana nunca ha llegado a abrirse. Si no fuera por la luz que, en ocasiones, se enciende por la noche, pensaría que el piso está abandonado.

Hoy, sin embargo, se ha producido una novedad. Dos personas han aparecido en el balcón. Él, caquéxico, vestía una camiseta interior blanca y unas gafas enormes de aviador. Ella exhibía toda la carne que a él le faltaba y su cabeza, con el pelo recogido en un moño apretado, parecía extremadamente pequeña en relación a su cuerpo. 

La extraña pareja estaba colocando unas planchas de plástico traslúcido en la barandilla. El objetivo parecía claro, y no era otro que ocultar de miradas indiscretas, como la mía, lo que allí van acumulando. Entro en casa preguntándome qué puedes querer esconder cuando parece que ya lo hemos visto todo de ti. Qué te mueve a exponerte a salir al balcón a pleno día, dejándote ver por primera vez en años. Sin duda debía tratarse de un gran misterio que nunca tendría respuesta. 

Es domingo por la noche y acabo de salir al balcón. La mayor parte de la gente duerme, pero la luz de mis vecinos está encendida. El plástico hace pantalla y proyecta en la calle y sobre mi fachada, como si fuera un gigantesco espectáculo de sombras chinescas, tres monstruosas plantas de maría. 

Misterio resuelto. 

En la foto, el segundo acto del espectáculo de sombras chinescas.

La asesina de plantas

Regreso a mi despacho por primera vez en casi tres meses. Compruebo que la cerradura está intacta, como si fuera necesario. Alguien me preguntó hace poco si no me daba miedo tener mis papeles allí guardados. De mi cabeza surgió una nubecita blanca y esponjosa en la que un ladrón con guantes y antifaz forzaba la puerta para hacerse con mi certificado de la ANECA. No parecía muy realista pero era, cuando menos, una imagen divertida. 

El olor a cerrado me golpea con fuerza. Enciendo la luz y lo primero que veo es la planta. Mi Spatifilium está momificado, las antes gruesas hojas verdes se han convertido en estrechas varillas. No es la primera vez que me olvido de ella. Ya había sobrevivido, a duras penas, a las vacaciones pasadas. Qué lástima, pienso, meneando la cabeza, pero no puedo dedicarle más tiempo. Mientras registro el armario, porque yo sí que necesito ese certificado que el ladrón ha despreciado, lanzo una mirada distraída a los cactus. Están intactos. Quién sabe, a lo mejor son de plástico.

Estoy llegando a casa cuando me remuerde la conciencia. Por no hacer, no he echado ni una gota de agua en la maceta, en un intento de reanimación desesperado. Soy una psicópata, pienso, y miro a mi alrededor buscando algo que me consuele de la horrible persona que soy. Mi vista se topa con un montón de plantas en venta en la puerta de un bazar chino. Qué mejor que comprar una nueva en la que redimirme, así que me detengo. Me agacho e inspecciono durante un rato los geranios. No me decido. Después de varios minutos, el chino sale de la tienda y se agacha a mi lado:

— Este es el mejor. —Me dice, cogiendo una con decisión. 

— Gracias, —respondo, sonriendo. —No entiendo mucho, —añado, porque decir que soy una asesina de plantas suena algo brusco.

— Es muy resistente. Es fácil. 

El chino me devuelve el cambio. Diría que, debajo de la mascarilla, está sonriendo. Le devuelvo una sonrisa invisible y salgo de la tienda muy tiesa llevando con cuidado la planta. Esta vez es la definitiva. 

Mierda. Me acabo de dar cuenta de que, tres días después, sigue dentro del armario metida en la bolsa. 

En la foto, mi próxima víctima.

El sol y la lluvia

En Liverpool trabajaba en un antiguo hospital. Era un edificio de ladrillo rojo y techos altos al que se accedía por una amplia escalinata y en cuyas paredes se conservaban las marcas que habían dejado las bombas en la Segunda Guerra Mundial. Lo sé porque había una placa que así lo indicaba, no porque sea especialista en reconocer desconchones en la pared. 

Mi puesto de trabajo estaba en una nave enorme, con altos ventanales a ambos lados, a través de los cuales podía ver el cielo. Éramos muy pocos para un espacio tan grande, los ingleses fueron unos adelantados a la distancia de seguridad, y todo el mundo permanecía en silencio. Yo llegaba por la mañana y lo primero que hacía era cambiarme los zapatos. Me quitaba las zapatillas de deporte y me ponía mis bailarinas para parecer una persona de bien. Fue ensayo error, después de quedarme sin suelas en medio de un parque, literalmente, cuando aún estaba a un par de kilómetros de casa al poco tiempo de llegar a la ciudad. Después de cambiarme el calzado me sentaba en mi escritorio durante ocho o nueve horas que nunca se me hacían demasiado largas. La verdad es que me encantaba Liverpool. En pocos sitios he estado mejor que allí.

Un día, trabajando, levanté la cabeza. Miré hacia las ventanas de mi izquierda y vi que estaba lloviendo. Qué novedad, pensé. En Liverpool llovía los siete días de la semana, pero gracias al viento que llegaba del mar, también todos los días hacía sol, así que mis genes españoles no sufrían demasiado. Distraída, giré la cabeza al otro lado, hacia los ventanales de mi derecha. El sol brillaba con fuerza. Durante unos segundos me quedé parada, hasta que volví a mirar a mi izquierda, donde seguía lloviendo con ganas. Sí, era cierto. En un lado del edificio llovía y en el otro hacía sol. Miré a mis colegas, todos ensimismados en sus pantallas. Sin perder un momento chisté a mi compañera china, a la que traía por la calle de la amargura con mis conversaciones:

— Yelan. Llueve y hace sol al mismo tiempo. —Le señalé ambas ventanas, por si no me explicaba bien.

— That’s funny, —respondió, porque era mujer de pocas palabras, y había vuelto a teclear en el ordenador.

Yo necesitaba algo más. Me levanté y fui directa hasta Elisa, una siciliana que se entusiasmó con mi hallazgo. No es posible ignorar a una siciliana y a una española, así que, en menos de un minuto, todos estábamos de pie corriendo de un lado a otro de la nave, como niños saltando en los charcos. 

Sí, esta semana utilizo el blog para contar un recuerdo bonito. Sin dobleces, con poca ironía y, por supuesto, sin moraleja. A veces hace falta algo así.

En la foto, la vista desde una de mis ventanas.

Ropa blanca

Los vecinos del bajo han tendido una colada de ropa blanca. La ropa blanca tiene algo de festivo, de alegre, de película veraniega en la que, en un campo verde, crecen las amapolas y corren los niños descalzos. Aquí no hay nada de eso: el patio de manzanas no tiene nada de fiesta, ni de veraniego ni, mucho menos, de naturaleza. Es, lo que podría llamarse, un patio de manzanas urbano tirando a feo.

Me detengo con las manos en el teclado. Patio de manzanas feo probablemente sea un pleonasmo. Isabel, te estás yendo de tema. Sigo escribiendo.

Miraba la ropa y añoraba una primavera distinta a esta. Pensaba en los caminos que no he recorrido, en las montañas que hace demasiado tiempo que no veo y en todos esos bocadillos que no me he tomado sentada al lado de un río. Sí, me imaginaba comiendo, porque para mí la comida es sinónimo de alegría. Y no, no pensaba en la alergia, porque todos los sueños son perfectos y en ellos no estornuda nadie. 

Pensaba en todo eso cuando ha salido a la terraza el padre de familia. Se ha detenido, ha mirado a su alrededor sin verme y ha sacado el paquete de cigarros del bolsillo. Se ha puesto a fumar paseando arriba y abajo, a pocos centímetros de la ropa blanca. Me he enfadado, porque esa ropa tenía toda la pinta de haber sido lavada con kilos de suavizante y el olor, ese maravilloso olor a ropa limpia, se estaba echando a perder. Cuando me estaba planteando tirarle una pinza a la cabeza, lo único que tenía cerca, ha terminado el cigarro y ha entrado en casa.

La tranquilidad no ha durado mucho, ya que la madre ha aparecido en la terraza con la taza de café en la mano. Ha ido directa hasta la cuerda de tender la ropa y ha ido pasando la mano por cada una de las prendas, comprobando si estaban secas. Mientras lo hacía, sorbía el café. Me he agarrado a la barandilla con fuerza, temiendo que una gota saltase en cualquier momento, estropeándolo todo, pero al parecer no ha ocurrido. Cuando ha terminado su comprobación y ha dado un paso atrás se me ha escapado un suspiro de alivio. Estaba a salvo.

En ese momento ha llegado la niña. Sin que nadie lo evitase ha corrido directa hacia la ropa y se ha lanzado sobre ella, abrazándola y, sin duda, dejando un rastro de mocos. La madre, como único gesto, le ha tocado un poco la cabeza cuando iba por la tercera sábana. Algo que, como podéis imaginar, no ha tenido el más mínimo efecto.

Se han ido, pero yo he seguido mirando la ropa blanca un poco más. Ya no me parece verano, ni tampoco día de fiesta. Hay cosas que siempre, al final, se terminan ensuciando.

En la foto, la ropa blanca a la espera de que alguien la ensucie de nuevo.

Nocturno

La primera vez que llegué a Estambul lo hice de noche.

Los vuelos charter siempre tienen los peores horarios. Cuando el autocar nos recogió en el aeropuerto para llevarnos hasta la ciudad ya era noche cerrada. Yo miraba y miraba por la ventanilla, porque aunque en condiciones normales me duermo con el menor traqueteo, al viajar no cierro los ojos. Es una regla no escrita: parpadear lo mínimo posible para no perder detalle.

Mi madre llevaba años hablando de Estambul. Me había contagiado su curiosidad, la ilusión ante la ciudad de los bazares y las mezquitas. Pero la visión desde detrás de la ventanilla era deprimente. Una ciudad que no aparecía nunca. Unos barrios cualquiera de la periferia. Cuando, al fin, entramos en la ciudad, solo vi casas pequeñas y bajas que en nada se parecían a lo que había imaginado. Era ya de madrugada cuando el autocar se detuvo en una calle cualquiera y todos descendimos, muertos de sueño. Cumplimos el ritual de esperar a que el conductor sacara las maletas, ese en el que tu equipaje siempre sale el último. Apelotonados en el hall del hotel aguardamos entre bostezos a que gritaran nuestro nombre para irnos a dormir al número de habitación indicada. Son todos estos rituales de los viajes organizados —las listas, las esperas, los recuentos constantes como a  niños pequeños que se pierden y, lo peor, en los que siempre se pierde alguien — lo que me hace renegar, desde que tengo uso de razón, de las agencias de viajes. 

Por fin subimos a la habitación. Fuera, la ciudad era una masa oscura, pero yo no quise acostarme todavía. Miraba por la ventana de forma insistente, tanto, que al final distinguí, entre sombras, lo que parecía una cúpula y un minarete. Eso me tranquilizó. Al menos, había mezquitas. Entonces, alguien empezó a cantar. La primera vez que se escucha el adhan nunca se olvida. Atenta al cántico, todavía de noche, comprendí que había llegado al lugar correcto y, por fin, me fui a la cama.

Hace menos de un mes debería haber estado allí de nuevo. Nos quedamos sin mes de abril, pero por suerte hay uno en cada calendario. 

Una última cosa: si podéis evitarlo, nunca lleguéis de noche. A los sitios nuevos, se llega de día. Es otra de mis reglas no escritas.

En la foto, el espectacular paisaje camino de la ciudad.

El primer día

Me levanto sin despertador. El post podría terminar aquí, dado lo extraordinario del suceso, pero entonces sería un microrrelato. Así que sigo escribiendo. 

Me levanto sin despertador y empiezo a vestirme, nerviosa. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me puse la ropa de correr. La cuarentena se nota, pero por suerte llevo mallas elásticas, así que no he perdido toda mi dignidad. 

 Es temprano pero hay más gente que nunca. Empiezo a correr antes de que el GPS del reloj detecte señal. No hay nada más ridículo que ese acto de esperar plantado en la acera con los brazos en jarras o, peor aún, levantando la muñeca como si esperases una señal procedente del espacio exterior. Hoy no estoy dispuesta a pasar por eso. Qué más da, pienso, llevo años corriendo, sé controlar mi ritmo sin necesidad de relojes. Mentira. Tras correr como pollo sin cabeza durante un kilómetro me obligo a bajar el ritmo para llegar con vida al final del entreno. 

Disfruto mirando a mi alrededor. En el camino ha crecido la vegetación como si se hubiera apresurado a borrar nuestro rastro. Me dedico a observar a la gente con curiosidad. Hay corredores vestidos como si estuviesen disputando un maratón en Siberia. Pensar en correr con sudadera de algodón y pantalones a lo Rocky Balboa me produce angustia. Otros corren cargados: mochilas gigantes,  gymsacks que tintinean como si estuviesen llenos de calderilla y riñoneras adquiridas el mismo año en que su propietario compró esa camiseta de Barcelona 92 que luce con orgullo.

No son corredores habituales, pienso, con cierta superioridad. Mi pensamiento se confirma cuando los adelanto, uno tras otro, pese a ir tan despacio que empiezo a dudar de si el GPS ha cogido señal o si cree que sigo encerrada en el salón de casa pasando la mopa. Delante de mí veo a un hombre con chándal de tactel que jadea fuertemente. Cuando estoy a punto de sobrepasarlo, acelera. Es algo habitual. Sé que no durará mucho, por lo que acelero hasta ponerme a su altura, manteniendo, por supuesto, la distancia de seguridad, hasta que lo adelanto. No es tarea fácil. Cuando ya lo he pasado, siento su aliento en la nuca. En ese momento el coronavirus es lo último que me importa. Mi único objetivo es que no me adelante un señor en chándal ochentero que duplica mi peso, así que aprieto los dientes y acelero un poco más. 

El corazón está a punto de salirme por la boca pero sigo escuchando sus pasos, así que recurro a la maniobra más patética posible: salgo del camino principal, haciendo que nuestras rutas se separen. En cuanto doy la vuelta a la esquina, me detengo. Respiro hondo tratando de recomponerme, mientras me digo que qué necesidad, qué más me da que me adelante nadie, ni que fuera medallista olímpica. Debería disculparme por ser tan idiota, pienso. En esas estoy cuando escucho, de nuevo, ese jadeo inconfundible. Levanto la cabeza y descubro cómo el corredor viene hacia mí, como si hubiera dado la vuelta a la manzana en dirección contraria solo para reencontrarse conmigo. 

Como no tengo aire no puedo disculparme. En su lugar levanto la mano y le digo hola con mi mejor sonrisa, a lo que responde con una inclinación de cabeza. Me giro para verlo desaparecer tras la esquina, su chándal haciendo ese fru-frú inconfundible cuando roza la tela. El primer día es especial, pero el segundo será mejor.

En la foto, yo fingiendo que se me han desatado los cordones para descansar.
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