Semana del 15 al 21 de enero

Las chicas están enfermas. Eso significa pasearse por la casa armada de una jeringuilla con paracetamol que se va poniendo más y más pegajosa, repartiéndola a diestro y siniestro. Encontrar en la mesilla las piezas de ese rompecabezas de plástico transparente que es el ventolín — un tubo, una mascarilla, un soporte que contiene el fármaco —. Dejar un día tras otro las mantas desperdigadas en el sofá, la casa sucia, que haya barra libre de televisión. 

La pérdida del sentido del tiempo y del orden. La vida.

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Escribo en un email de trabajo la palabra “presuntuoso”. Mañana me asignan un sillón en la RAE.

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Veo un vídeo en redes sociales. En él aparece un grupo de periodistas de la ciudad de Nueva York grabando cómo un camión eleva un contenedor de basura y vacía el contenido en su interior. El tuit explica que se ha estrenado un método innovador para la recogida de residuos en la ciudad.

Es fascinante mirar el pasado como si se estuviera contemplando el futuro.

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Asisto a una reunión en la que el organizador realiza una larga disertación sobre todos los tópicos de la libertad de antes y la generación de cristal actual, mientras yo hago como que tomo notas en mi cuaderno y tarareo para mis adentros killing me softly a lo Pitingo.  

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Los miércoles hay meriendas a 1 euro en el colegio. Las organizan las familias de sexto para costear el viaje de fin de curso. La gente se amontona frente a las mesas antes de que los niños salgan, mucho antes incluso de que la comida esté dispuesta, como si no hubieran comido en años. 

J2 ve la mesa de meriendas nada más salir. Insistente, pide un perrito y A se une a la petición de su hermana. Respiro hondo, me armo de valor y me acerco al gentío, con una niña en brazos y la otra cogida fuertemente de la mano.

Me pongo a un lado, tras un grupo de gente que parece formar cola. Error. Allí no hay fila que valga, y los niños más mayores me adelantan por todos los lados, alentados por sus padres. Con dificultad llego hasta las mesas, pero allí nadie me hace caso. La gente pide meriendas a gritos y los padres sirven galletas, perritos y chocolate a la taza como pollos sin cabeza. 

Una madre conocida grita a mis espaldas. Identifico su voz, me giro y nos saludamos con una sonrisa. En ese momento estira la mano y coge el perrito caliente que me estaban preparando, antes de que me de tiempo a reaccionar. Me he colado, exclama, risueña. Pues sí, le respondo, sin rastro de su alegría. Me mira con los ojos muy abiertos, expectante. Espera que diga algo más, que me ría o que añada algún comentario que quite hierro al asunto. No lo hago. Se aleja entonces con su botín, rápidamente y sin despedirse, y yo me quedo ahí varada, viendo cómo se agotan los perritos.

A veces lo único que quiero es la katana de Kill Bill. 

En la imagen mi alter ego cuando me roban la merienda del cole (screenshot de Kill Bill).

Semana del 8 al 14 de enero

Caminamos por Barcelona , una ciudad que antes era la nuestra. La encontramos más sucia, más inhóspita, menos auténtica. Discutimos sobre lo que ha ocurrido durante los años que hemos estado fuera. ¿Será la gentrificación, los nómadas digitales? ¿Será que nos hemos acostumbrado a la vida en una de esas mal llamadas ciudades de provincias y ahora vemos lo que antes no nos resultaba evidente? Terminamos bromeando con que, tal vez, todo sean cosas de la edad. 

 Esa es, probablemente, la única verdad de todo el paseo. Que ahora somos más viejos.

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El gato de Botero en la Rambla del Raval se convierte en una atracción improvisada. Las chicas corren a su alrededor y por debajo, se suben sobre su cola y se persiguen la una a la otra, entre gritos. A los pocos minutos aparece un free tour y el grupo se detiene junto a la cabeza del gato. Distraída,  escucho a la guía hablar sobre la configuración del Raval y su historia. A y J2 no se dejan intimidar y continúan corriendo, sus risas como música de fondo al discurso turístico. En un momento dado la guía se queda en silencio y se gira para señalar el gato que queda a sus espaldas. En ese mismo instante se escucha con total claridad el grito de A: ¡Tiene huevos!

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A veces una se siente muy acompañada y otras muy sola y la gente que nos rodea tiene poco que ver con eso.

Es la regla.

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Mi hermana va a dar su primera clase. ¿Algún truco? Me pregunta por WhatsApp. Rebajar expectativas y no tomarse nada como algo personal.

Síganme para más consejos sobre docencia.

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¡Mamá! ¡J2 no me pregunta!

Será no me responde.

Eso.

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Es temprano por la mañana y me siento en el borde de la cama. Contemplo el vacío. Sentada en pijama, el pelo cayendo sobre la cara, parezco un cuadro de Hopper. Pienso en lo que decían Groucho y Woody Allen acerca del dinero y de la felicidad. Eso de que el dinero no da la felicidad pero es preferible llorar en un Ferrari. O que la felicidad está en las cosas pequeñas, como un pequeño yate o una pequeña mansión. O mi favorita, esa de que el dinero no da la felicidad pero produce un estado tan parecido que es prácticamente indistinguible. 

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Estoy trabajando cuando un profesor del departamento se asoma a mi despacho. Sin mediar palabra me deja un folleto de las elecciones sindicales encima de la mesa. Después parece que se lo piensa mejor y añade una docena más de ellos. Para tus compañeros, me dice. No tengo tantos. Tú ya me entiendes, responde, y me guiña el ojo, yéndose por donde ha venido. 

Termino el párrafo que estaba escribiendo. Miro el montón de folletos y, encogiéndome de hombros, los tiro a la papelera. 

Todos sabíamos cómo iba a terminar esta historia.

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En la foto una bonita imagen de Barcelona a vista de pájaro que no permite apreciar los problemas mundanos (Photo by Frederic Bartl on Pexels.com)

Semanas del 25 de diciembre al 7 de enero

El regalo de Amazon no llegaba a tiempo.

Había cola en la sección de juguetes de El Corte Inglés.

No encontraba la muñeca en la tienda.

Yo este año les he dado dinero para que sus padres le compren lo que quiera.

Mantener el secreto de la Navidad intacto es como caminar por un campo de minas. 

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En el mostrador de facturación nos dicen que el carro de A tendrá que ir en bodega. Pero es una pieza de equipaje de mano, respondemos, y comenzamos a enumerar la normativa al respecto. En ese caso, pregunten al personal de embarque.

Al llegar a la puerta de embarque la persona que hay allí nos dice que tenemos que facturar el carro. Repetimos la explicación. Preguntad al personal de pista, responde, encogiéndose de hombros.

Cuando el personal de pista se acerca a nosotros a los pies del avión repetimos la historia por tercera vez. Cada vez más perfeccionada, en versión 3.0. De acuerdo, nos dice un hombre con unos cascos, un chaleco y una carpeta entre las manos. Podéis preguntar al personal de cabina, a ver qué os dicen. 

La azafata nos mira aburrida mientras le explicamos toda la historia del carro. Yo no he visto nada, responde, cortando el final de la frase. 

Y éste es un ejemplo perfecto de cómo las cosas se solucionan, muchas veces, por puro aburrimiento.

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Hola, ya hemos llegado. Todo está fenomenal pero no hay casi vasos ni platos y somos cuatro personas. Tres días después, cuando regresamos por la noche al apartamento en la que será nuestra última cena en la ciudad, un único plato verde nos espera sobre la mesa. Problema resuelto.

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Oporto se cae en pedazos pero qué hermosas son esas baldosas medio rotas, las fachadas apuntaladas, los edificios abandonados con letreros de otra época.

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Compro dulces como si fuera una maestra pastelera. Pão de Ló. Croissants. Pastéis de nata. Rebanadas. Bolachas de batata. Bolo do rei. Probaría toda esa pastelería amarilla y reluciente. Me comería Portugal entera.

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Observo todo con atención, pero mi cerebro también está de vacaciones y no soy capaz de escribir más que sobre obviedades: la espera en la Torre dos Clérigos junto a un grupo de amigos franceses cuyos niños son peligrosamente iguales entre ellos. La talla de madera de Cristo ensangrentado que da miedo a J2 en la Iglesia do Carmo hasta el punto de salir huyendo. Mi odio profundo a los turistas japoneses.

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La ciudad es un cielo gris. Los charcos se forman entre los huecos de los adoquines. Las luces de navidad se reflejan en el agua y crean destellos rojos y verdes. La niebla asciende desde el río y se confunde con el humo de un puesto de castañas.

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Una mujer se ha hecho fuerte en una de las vallas de la cabalgata de reyes. A su lado, un niño que no llega al metro de altura mira hacia todos los lados, despistado. J2 y L se colocan a su lado, se agarran a la valla metálica. ¡Te dije que no te movieras ni un centímetro! Grita nerviosa la mujer a su hijo. ¡Ahora no cabrá Arantxa! Los minutos pasan, la gente se va arremolinando para ver la cabalgata. ¡Arantxa no va a tener espacio! Exclama, sin mirar a nadie en concreto, como si la multitud fuera a recoger su queja. Finalmente empieza la cabalgata, pasan los figurantes, los Reyes Magos, la muchedumbre se disuelve. Ni rastro de Arantxa. Me temo que no existe.

En la foto, Oporto, el Douro y las casas más enteras de toda la ciudad.

Semana del 18 al 24 de diciembre

¿Sabéis esas películas de asesinos en serie en las que un corcho preside la pared del despacho del jefe de policía? El corcho está lleno de fotografías de sospechosos, recortes de periódico y objetos diversos, y en él existen múltiples líneas que enlazan los distintos puntos en todas las direcciones.

Una tontería al lado de la lista de los regalos de navidad de mis hijas y de a qué familiar le corresponde cada uno.

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El último reto del cole es que J2 se haga una foto en el Alma del Ebro. Me encanta esa escultura pero está muy lejos de casa, hace frío y estamos fuera el fin de semana, con lo que las oportunidades para ir son muy pocas. Así que opto por enviar una foto de la primavera pasada, de un día que hacía frío, esperando que no se noten las diferencias. 

Le he dicho a L que en esa foto tenía 2 años, me dice J2 tranquilamente en la merienda, mientras unta galletas en la leche. Ahora tiene 5. No intentéis que un niño mienta por vosotros. 

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“Disculpa que te envíe un correo electrónico a estas horas”.

Firmado: alumno que cree que vivo actualizando el correo electrónico 24 horas al día, ansiosa por responder a tiempo real.

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Saco la libreta. Cerca de mí, A ronca. Abro la libreta. A se mueve, estira los brazos. Para cuando he quitado el tapón al bolígrafo ella ya ha abierto los ojos de par en par. Y así siempre. 

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La profesora de J2 pide familias voluntarias para participar en un taller navideño. J1 y yo nos ofrecemos para ir. Solo puede ir uno, responde. Perdona, es que en tu mensaje hablabas de familias. Pero es que si venís los dos no caben más padres. Ya, pero nos hemos ofrecido porque has escrito que podían participar las familias. Sí, así es. Venid solo uno.

¿Sigo insistiendo en que debería haber especificado que lo que quería era un único miembro del núcleo familiar? Me pregunta J1, que empieza a divertirse con esa conversación absurda. Déjalo ya, respondo, sintiéndome magnánima. Sacar a la profesora de ese bucle es mi buena obra del día.

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Hablando de conversaciones absurdas. Una vez fui a ver a Faemino y Cansado. Los espectadores de la fila de detrás lloraban de la risa. La pareja de delante se miraba en los momentos de más hilaridad y negaban con la cabeza, arrugando la nariz. Las dos Españas, si me preguntan.

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Vamos a una juguetería. Cada vez que elegimos un regalo, J1 lo asigna en voz alta. Éste lo traerán los Reyes. Éste, lo cagará el tió. Veo como una niña de unos 6-7 años se acerca por el pasillo y mi cabeza comienza a funcionar a toda velocidad. Cuando J1 selecciona un nuevo regalo de las estanterías noto cómo todos mis músculos se tensan y el corazón bombea a toda velocidad. Y éste… Éste, interrumpo, tratando de sonar neutral, será para el cumpleaños de A. J1 me mira extrañado y la niña sigue su camino tranquilamente, sin que haya notado nada.

Y así se salva el espíritu de la Navidad.

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En la foto una bonita estampa del banco de imágenes para desear a todos feliz Navidad (Photo by Pixabay on Pexels.com)

Semana del 11 al 17 de diciembre

Tengo una herida en el antebrazo que no termina de curar. Me pica todo el tiempo y no consigo olvidarme de ella. La herida va cicatrizando por un extremo, pero por el otro se extiende, brazo arriba, como un animal que no deja de deslizarse. Pienso que llegará el momento en que alcanzará la axila, y de ahí saltará hasta el tronco. Desde el tronco ascenderá por el cuello y al final llegará al cráneo, momento en el que ya no podré hacer nada y moriré. Debería coger cita con la médico de familia, me digo a mí misma.  Me encojo de hombros, dejo de rascarme y continúo mirando regalos en Amazon.

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Durante más de 10 minutos la empleada de la papelería me enseña libretas de tapa blanda pequeñas, libretas de tapa dura con la cubierta estampada, libretas lisas de papel cuadriculado. Yo le he pedido una libreta pequeña, de tapa dura y lisa, y preferiblemente de papel sin pautar. Pensaba que era una libreta estándar, le digo, cuando veo que está empezando a sudar. Bueno, piensa que hay muchas opciones, responde. Libretas de tapa dura, tapa blanda, pequeñas y grandes, lisas o estampadas, papel blanco, cuadriculado, rayado… La combinatoria es casi infinita. Al final me quedo con una libreta que no es exactamente lo que quería pero que se acerca bastante. ¿O vosotras podéis iros con las manos vacías después de que la vendedora os haya enseñado media tienda?

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Mamá! ¡Ha dicho joder! Ya, mi amor, pero no te tiene que oír todo el restaurante. ¡Pero ha dicho joder! Te he escuchado. De verdad, no hace falta que lo repitas. ¿El qué? Esa palabra. ¿Joder? 

La edad media de emancipación en España son los 30,3 años. Ya falta menos.

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Voy a una tienda muy pija. Está llena hasta los topes y me toca esperar casi en la puerta. Una chica entra poco después. Se queda mirando el panorama, confundida. Se gira hacia mí. ¿Hay algún tipo de turno establecido? Me pregunta, muy educadamente. No, respondo. Hay que pedir vez. Como en la verdulería, añado, por si no le había quedado claro. Me mira, espantada, y se aleja discretamente. Nunca la palabra verdulería había sonado tan sucia.

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La pantalla del teléfono se ilumina. “Mándame una foto de las chicas”. Tu mensaje me pilla entre grito y grito, con un jersey a medio poner, la leche vertida sobre la mesa, un pañal abierto sobre la cama y la camiseta recién puesta llena de mocos. “Ahora mismo, cariño”. 

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Ir con niños al museo es sinónimo de que el guardia de seguridad se convierta en tu guardaespaldas. Sientes su presencia constante, su aliento en la nuca, moviéndose detrás de ti por cada una de las salas. Veo por el rabillo del ojo cómo una pareja de abuelos acercan la nariz a un cuadro, y a un grupo de adultos señalar la luz de Madrazo con el dedo peligrosamente cerca del lienzo. Mientras tanto yo sostengo dos manitas con fuerza mientras finjo que me estoy enterando de algo.

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A ver si nos vemos pronto, escribo en un mensaje. Y ese a ver si nos vemos sin límite temporal se pierde en el montón de las cosas que no van a ocurrir nunca. 

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En la foto un brazo sano, hermoso y terso. Porque no hay fotos que reflejen la fealdad en los bancos de imágenes (Photo by Juan Pablo Serrano Arenas on Pexels.com)

Semana del 4 al 10 de diciembre

Montar en un Alsa es como entrar en una máquina del tiempo. De repente tienes 15 años menos y suena el Back to Black de Amy en los cascos, mientras te despides con el corazón apretado. O está atardeciendo y la luz se proyecta plácida sobre los campos, mientras disfrutas leyendo la Montaña Mágica. O viajas nerviosa, al encuentro de alguien querido, y los viajes se suceden y el paisaje cambia al otro lado del cristal, sintiendo que no puedes aguantar ni un minuto más sentada. Todo un microcosmos contenido en un autobús. 

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¿Cuándo acaba la clase?

¿Sabes que eres la primera persona que me hace esa pregunta?

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Muere una persona joven a la que conocía solo a través de las redes sociales. Pienso en lo efímera que es la vida. En cómo uno puede desaparecer de repente, sin avisar, sin tiempo para despedirse. Empiezo a ponerme transcendente, pero entonces recuerdo que no he vaciado el lavavajillas. Eso me lleva al cuadro de Monstruo Espagueti que cuelga en la entrada de casa: “Me encanta tener pensamientos grandes pero siempre hay que estar que si la lavadora que si la cena”. 

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Vamos a una casa rural a pasar el puente. La masía está en lo alto de la montaña y se accede a ella por una pista de tierra. El dueño nos avisa de que no nos molestará, pero pasea constantemente por la propiedad, de un lado a otro, escoltado por su perro. Aparece de repente, cuando menos te lo esperas, y comienza a hablar sin dar tregua. Disimuladamente, todos comenzamos a esquivarle, intentando no caer en sus garras. No es difícil: basta con esquivar el rastro de caca fresca.

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El dueño nos anima a visitar toda la propiedad, más allá de la parte que habitamos. Incontrolables, los niños recorren las estancias a toda velocidad. El lugar resulta algo kafkiano, con escaleras que conducen a sótanos que conectan distintas habitaciones, y animales de escayola en los lugares que antes debían habitar los auténticos. Tras unos minutos, todos entran en tropel en una especie de garaje oscuro y maloliente, con un único bidón. En él se encuentra la cabeza de un ciervo de imponente cornamenta en estado de descomposición. Todos deciden que ya no quieren explorar más.

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En una estantería encuentro el ejemplar de una novela de Dumas que llevo largo tiempo queriendo leer. Tengo la tentación de quedármelo, nadie lo echará en falta. Cuando por fin lo cojo y lo abro, el libro prácticamente se resquebraja entre mis dedos. Lo devuelvo a su sitio. Aún no están maduras.

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El dueño hace su enésima aparición cuando estamos cargando los coches para irnos. ¿Os lo habéis pasado bien? Tomad, un recuerdo de la casa para cada familia, dice, con su acento cerrado. Me encuentro con una rodaja de tronco entre las manos que pesa más que mi maleta. Gracias, mascullo. Voy hacia el maletero del coche. El hombre está de espaldas a mí, charlando con uno de mis amigos. Sería tan fácil deshacerme disimuladamente de ese trozo de madera. Me giro discretamente y me encuentro al perro pegado a mi espalda. Ahora tengo un pedazo de masía en el salón de mi casa. 

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En la foto el perro de la masía, evitando que devuelvas los regalos (Photo by Helena Lopes on Pexels.com)

Semana del 6 al 12 de noviembre

J1 ha comprado en los chinos material para construir dos casas. Se afana en rellenar el hueco de la pared, en que todo quede bien, arreglando el desaguisado del electricista. Cuando por fin termina descubrimos que el enchufe está torcido. Le veo tan desesperado que empiezo a explicarle cómo los griegos sabían que lo idéntico no era hermoso, y por eso hacían sus construcciones ligeramente asimétricas. No le convence. A mí tampoco. 

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Hay varios sonidos que te congelan la sangre en las venas: el rascar de uñas sobre una pizarra. El chasquido previo a la caída libre. La música que aparece en los títulos de crédito de una película de terror. La tos de una niña de dos años a la una de la madrugada.

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Estoy en la habitación de un hotel en T que vivió días mejores. Es una alcoba lúgubre. El papel de la pared es verde oscuro, los muebles son regios y las cortinas están amarillas. Fuera diluvia y hay una ciudad que apenas he visto todavía. Solo diez minutos de paseo que han bastado para reconocer otra ciudad italiana: adoquines, calles y plazas tomadas por los coches y palacetes decadentes. 

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Paso tres horas en un cuarto de hotel en absoluto silencio sin hacer nada de provecho. La felicità.

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Como mucho. Bebo mi copa de vino. Tengo mucha sed pero casi no hay agua en la mesa y no me atrevo a pedir más. De repente descubro un pequeño insecto en mi mano derecha, parece una hormiga con alas. Lo aplasto sin dificultad. Al momento me empieza a picar mucho la mano, aparecen casi de inmediato varios habones. Siento cómo mi mano se va hinchando, cómo pierdo la sensibilidad. Durante varios segundos siento angustia y pienso en el corticoide que no tengo en el botiquín, en una hipotética visita a urgencias y en un ingreso. ¡Qué mala suerte! Todas estas imágenes cruzan mi cabeza mientras me rasco ligeramente por debajo de la mesa y sigo con la conversación, como si no estuviese pensando en mi muerte. Podré estar desesperada pero que no se me note. Por suerte tras un par de minutos todo vuelve a la calma y solo quedan dos habones que me recuerdan lo efímero de estas vidas que van a parar a la mar, que es el morir. Por si no habíais entendido vosotras solas la metáfora. 

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Desayuno en un comedor que da a un patio de decoración barroca. La gente va arreglada como para una boda. Yo mastico pastas tradicionales a dos carrillos mientras miro distraída por la ventana. De repente, una ardilla pequeña y marrón cruza el patio corriendo, perdiéndose detrás de una de las columnas falsas. Es lo único hermoso de ese espacio.

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Me fascina la gente que, en los aviones, deja en los compartimentos superiores sus mochilas y abrigos, obviando los carteles y las órdenes expresas del personal de cabina. Una raza superior.

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En el tren echan una película de un tetrapléjico — joven, monísimo. Musculoso en exceso pese a no poder moverse — que tiene un mono. El mono es un personaje fundamental de la película, ya que el chico estaba deprimido hasta que llega el animal a su vida. Cuando el mono aparece éste comienza a ayudar al chico en sus tareas, le obliga a mover las manos y mejora de su enfermedad. El chico es inmensamente feliz con su mono, y todo es hermoso y luminoso y entonces conoce a una chica.

Viendo esa película recuerdo a mi prima, que con sus treinta años y un cáncer de útero pidió un perro. Y el perro era como su hijo. Pero, a diferencia del mono, el perro no curó a nadie. La última vez que la vi estaba hinchada, irreconocible, recostada en una cama de hospital. Aquel día hablé sin parar de cosas sin importancia, de sucesos banales, hablé hasta que agoté el tiempo para marcharme, solo porque una no sabe qué decir cuando alguien se está muriendo. 

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En la foto yo dispuesta a cenar sin saber que mi vida corría peligro (Photo by fauxels on Pexels.com)

Semana del 30 de octubre al 5 de noviembre

Viene un electricista a casa a mover unos enchufes de sitio. Hace un agujero en la pared del tamaño de un puño que atraviesa el tabique de un lado a otro del salón. El ladrillo salta, todo se cubre de polvo. Cuando cambio de habitación veo que se ha agrietado la pared. Pongo mi mejor cara de póker, pero no engaño a nadie. Después de más de una hora de sudor — él — y lágrimas — yo — llega al lugar señalado en la pared para que se instale el nuevo enchufe. En ese momento descubre que, bajo el yeso, ya se escondía un enchufe antiguo. Nos miramos y me sonríe, incómodo. Yo me encojo de hombros. Si la casa arde a mis espaldas me convierto en un meme.

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En uno de los pasillos laterales del pasaje comercial veo unos pies en el suelo. Cada vez se curran más la decoración de Halloween, comentamos. Un minuto más tarde nos cruzamos con un equipo médico de urgencias que corre en esa dirección.

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Vuelve el electricista. Toca la pared con mano experta, como si palpase a un paciente. La escayola sigue húmeda y volverá mañana. Fantástico.

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Descubrimos un busto en medio de una fuente en el que nunca nos habíamos fijado. Durante un buen rato intentamos leer quién era pero el tiempo — y el agua, el viento, las palomas… — ha borrado las letras. Fantaseamos sobre si alguien en la ciudad reconocerá a ese señor calvo, si habrá descendientes que sepan de su existencia. Por muchas estatuas que nos dediquen solo sobrevivimos en el recuerdo. 

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Hay un concurso de disfraces terroríficos. Por delante de la cámara pasan niños disfrazados de Miércoles, esqueletos, momias y diversos asesinos en serie. Un niño pequeño, de poco más de un año, berrea tirado en el suelo vestido de calabaza. Su madre y su abuela lo observan a distancia, con una sonrisa congelada en los labios, mientras la fotógrafa — una chica de gafas disfrazada de relojero loco armada con un teléfono móvil — trata de sacarle una foto en medio de la pataleta. No lo consigue. La cola se hace más y más larga, la foto no sale y la chica pone cara de circunstancias, mientras ninguna de las progenitoras hace el mínimo gesto de recuperar a la criatura. Finalmente, la fotógrafa se incorpora. Ya está, anuncia, triunfal. Ha quedado fenomenal. 

Estoy segura de que ese niño tiene grandes posibilidades de ganar. 

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Mando a mis hijas al interior de una papelería. Vuelven en seguida. Tenemos que ir acompañadas de un adulto, me explica J2, así que las cojo de la mano y recorro con ellas el estrecho pasillo hasta el mostrador. La dependienta, encantadora y sonriente, les tiende un pequeño paquete de dulces y les da unas pegatinas. Lo único que pido, me dice al final con voz suave y ligeramente suplicante, es que me des un follow en Instagram. Por supuesto, digo, sin saber qué otra cosa se puede responder. Es, de largo, lo más terrorífico de la noche.

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El trozo de pared que rodea la nueva caja que hizo el electricista ya se ha caído. A su alrededor hay un agujero que cada vez es más grande y que lleva camino de convertirse en la boca de la verdad. Lo que siempre había deseado.

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Por la noche, cuando J2 y A duermen, cojo las calabazas. Tiro algunas de las chuches, dejo la mayoría de ellas en su sitio y como unas pocas. Supongo que esto de comerse los dulces de tus hijas es lo que otros tacharían de placer culpable, pero yo no siento ninguna culpa. 

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J1 refunfuña, gruñe, insulta por lo bajo, contemplando el agujero en la pared. Yo me limito a escucharlo en silencio mientras sigo bebiendo mi té. Parece que he alcanzado el nirvana y no lo sabía. 

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Pienso en volver a publicar en el blog. Tal vez merezca la pena pasar del papel a la pantalla de nuevo. Coger la realidad y darle la vuelta, buscando las costuras. Bucear en todas esas cosas que nos ocurren que podrían ser sacadas de una película, a veces de ciencia ficción, y otros días protagonizada por Alfredo Landa. Tratar de reírse de una misma. 

No, no merece la pena. Eso es lo último que pienso antes de quedarme dormida. 

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En la foto un grupo de simpáticos niños dispuestos a llenar a la señora de followers (Photo by Daisy Anderson on Pexels.com)

Un bidón de cinco litros

Cuando éramos niños nos llevaron de visita a la embotelladora. La fábrica estaba a casi cuatro kilómetros del pueblo —no es que me acuerde, no tengo tan buena memoria: lo he buscado en Google Maps — y fuimos andando en fila por el arcén de la carretera, contentos de perdernos una mañana de clase. 

No guardo ningún recuerdo de la visita a la fábrica. Solo que, cuando terminó, el guía señaló un montón de garrafas de agua de cinco litros y nos dijo, con voz alegre, que nos podíamos llevar una. ¡Qué emoción! Todos los niños fuimos corriendo y cargamos como pudimos uno de esos bidones de cinco litros, contentos de llevarnos algo de vuelta a casa.

Recuerdo el regreso como si fuera hoy, caminando por el mismo arcén pero esta vez mucho más despacio. Hacía sol y teníamos que detenernos cada pocos pasos para cambiar el bidón de agua de mano. Cinco kilos eran muchos kilos para que unos niños los cargaran durante tanto rato, pero todos estábamos emocionados por el regalo que íbamos a llevar a casa. ¡Debía valer una fortuna! Sin duda, el cansancio merecía la pena.

Cuando, por fin, agotada y muerta de sed, llegué a casa, dejé con dificultad la garrafa sobre la encimera de la cocina. Mi madre me miró con cara rara pero no dijo nada, así que fui yo la que hablé: 

— ¿Cuánto cuesta, mamá? —pregunté, ansiosa. —¿Doscientas, trescientas pesetas?

— Hija, pero qué doscientas pesetas. ¡Esto no cuesta ni veinte!

Aquel fue el primero de una larga lista de desengaños. Fue la primera vez que pensé que se habían reído de mí y que juré que no me volvería a pasar. Por supuesto, no fue la última vez. Lo malo, es que todavía no estoy ni en la penúltima ronda. 

En la foto, el camino de vuelta a casa.

Ayuda

Acababa de salir del acuario de Osaka después de varias horas recorriéndolo. Mi mente estaba inundada por el movimiento hipnótico de las medusas y el rápido desplazar de los tiburones. El ascenso alrededor del tanque de agua era lo más parecido a una catarsis en la que uno se iba dirigiendo, poco a poco, hacia la luz. 

No es de extrañar que llegase a la estación más despistada de lo normal. Aunque llevaba ya varios días viajando por Japón la vista de sus mapas de metro siempre me impresionaba, con esas líneas de colores que se extendían a lo largo de la pared, sin que se alcanzase a ver el final. Me detuve delante de la máquina para sacar los tickets y tardé más tiempo del habitual en encontrar el botón que cambiaba el idioma al inglés. Cuando por fin lo pulsé, el resultado no fue el esperado. El texto se tradujo solo en parte, intercalándose caracteres en japonés. No entendía nada, y así seguí durante unos largos segundos hasta que, por fin, encontré una palabra que entendía. “Assistant” decía, en el extremo inferior derecho de la pantalla, y pensé que eso era, precisamente, lo que necesitaba.

Pulsé el botón y, en ese mismo momento, una bocina atronadora inundó la estación. Antes de que fuese consciente de que había sido yo la culpable, un hombre apareció —literalmente — a mi lado. Surgió como si se hubiese teletransportado, una aparición, un emerger desde el suelo justo a mis pies. Era un encargado de la estación, tieso como una vara con su uniforme. Asustada, solo se me ocurrió disculparme como pude. Ni siquiera me miró. Pulsó la pantalla con rapidez, extendió la mano pidiendo mi tarjeta de crédito, la pasó con la misma velocidad y, al momento, ya tenía en mi mano la tarjeta y el billete. Empecé a balbucear de nuevo, en este caso las gracias, pero se esfumó a la misma velocidad con la que había llegado. Así que allí me quedé, sola, como si todo hubiese sido fruto de mi imaginación.

Hace muchos años de esto, pero es una anécdota que recuerdo a menudo. Porque es un buen ejemplo del perfecto engranaje japonés. Porque ha sido uno de los momentos más surrealistas que he vivido en un viaje. Y, por último, porque me gustaría que la vida tuviese ese botón de ayuda para poder pulsarlo cuando las cosas se pusiesen feas. 

En la foto, yo alejándome de la estación sin mirar atrás.
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