Las Pirámides de Giza eran la última parada después de casi diez días recorriendo el país. Comenzamos el viaje en Luxor y, desde allí, remontamos el río hasta llegar a la presa de Asuan, donde cogimos un vuelo en dirección a El Cairo. Era uno de esos viajes organizados donde te llevan de un lugar a otro sin tener que preocuparte por el horario de autobuses o, mucho menos, por dónde está la dichosa parada, y en el que el guía se refería a nuestro grupo como “Faraones súper súper guapos”. Yo acababa de terminar la adolescencia y no estaba para tonterías, así que le dedicaba mi peor mirada siempre que tenía ocasión. No parecía importarle.
En aquella época, Egipto se recuperaba del atentado sobre un grupo de turistas alemanes en El Valle de los Reyes. Por todas partes se veían autobuses llenos de turistas y, casi en la misma medida, militares con enormes metralletas que no hacían más que aumentar la sensación de inseguridad. Aquel día, cuando llegamos a las Pirámides, la explanada ya estaba atestada de todos ellos —turistas como nosotros y militares de apariencia aburrida—. De aquella visita, recuerdo algunas cosas. La primera, que las Pirámides eran grandes, pero no tanto como las había imaginado. Malditas expectativas, siempre arruinando la realidad. La segunda, que era cuando menos sorprendente construir un edificio de semejante tamaño para que la entrada fuera un agujero diminuto por el que tenías que deslizarte a cuatro patas para llegar hasta la cámara mortuoria. Eso me llevó a mi tercera conclusión tras cruzarme en un estrecho pasadizo con unos cuantos turistas de gran tamaño, y es que, definitivamente, no tenía claustrofobia.
La última conclusión llegó cuando estábamos a punto de irnos. Una amiga me había pedido un poco de arena de las Pirámides. Al parecer le gustaban ese tipo de recuerdos, creo que infravaloraba los marcapáginas de papiro y las pulseras con escarabajos azules. Como no sé decir que no, llevaba un bote vacío de carrete de fotos en el que pensaba transportar la arena. Cuando llegó el momento, me agaché y, solo entonces, me di cuenta de que no había arena que coger, tan solo un fino polvillo sobre el que se extendían latas de cocacola vacías, botellas de plástico, envoltorios de comida y Kleenex usados. Tardé un buen rato en encontrar un cuadrado de suelo limpio de un palmo de lado, en el que recogí unos pocos granos de arena antes de cerrar el bote con aprensión.
Descubrir que no había arena en las Pirámides fue uno de mis mayores chascos. Me hizo entender lo mal que responde la realidad a las expectativas que nos hemos creado en torno a ella. Me hizo pensar que hay cosas que es mejor ver desde lejos, sin llegar a acercarnos demasiado.