En el prado hay gente de lo más variopinta. Varios grupos hacen tiempo a la sombra comiendo algo. Una niña espera a que su padre acabe de limpiarle los mocos para seguir jugando a la pelota. Algunas personas aguardan en fila a que les sirvan un vino y ella, la chica del vestido blanco, mira con insistencia hacia arriba para no perderse detalle. Nada más verla confío en ella ciegamente. Seguro que tiene información de primera mano que los demás no conocemos, pienso. Así que dejo la cerveza a un lado y me siento sobre el césped, mirando en la misma dirección. Echo un vistazo al reloj: las doce menos tres minutos. Empiezo, mentalmente, la cuenta atrás: ciento ochenta, ciento setenta y nueve, ciento setenta y ocho… Me detengo para darle otro trago a la cerveza y lanzar una mirada satisfecha a mi alrededor. Nunca imaginé que cumpliría mi sueño de viajar a Cabo Cañaveral.
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5 de diciembre 2019
¿Otra vez macarrones para cenar? Estiras el cuello lo suficiente para confirmar que es así. El plato rebosa macarrones gratinados nadando sobre una balsa de tomate y aceite. Tienes que comer. Venga, prueba un poco, te dice tu madre que, de repente es dos palmos más alta que tú. Si fuera por ti estarías todo el día comiendo guarradas, añade tu padre, que vuelve a tener pelo. Pero yo quiero acelgas, te quejas. Acercas el tenedor al plato con torpeza, como si estuvieras aprendiendo. Miras desde abajo a tus padres. ¿Cuándo me daréis verdura? El domingo, en casa de los abuelos. Pero te tienes que comer los macarrones. Miras el plato con nuevos ojos y lo atacas con una sonrisa. Por nada del mundo te perderías ver a tus abuelos de nuevo.