Es domingo por la mañana e intento desayunar en la cocina. Digo que lo intento porque al mismo tiempo recojo los restos de un biberón que ha estampado A contra el suelo y obligo a J2 a bajarse de la silla por enésima vez antes de que se rompa la cabeza.
En medio de esta idílica estampa dominical llaman al timbre. No espero ningún paquete de Amazon, ni de Aliexpress, ni he pedido una pizza para desayunar para reponerme de una resaca inexistente. Como si estuviera sola en casa, y no con dos niñas que gritan sin parar, me acerco a la puerta de entrada cual ninja. Abro al reconocer por la mirilla a la vecina de abajo, sin saber lo que me espera:
— Buenos días. Tengo una cosa para J2. – Agita en su mano media docena de globos unidos entre sí. J2, como si hubiese olido el plástico, aparece a mi lado, exhibiendo su mejor sonrisa. — ¿Los quieres? Toma, son para ti. — Los globos cambian de mano a una velocidad asombrosa. Me repongo como puedo, y abro la boca para soltar la consigna de “dale las gracias a…” cuando se produce la estocada. — Si te gustan, tengo más.
— No hace falta, gracias, — respondo casi atragantándome, sin preocuparme por sonar grosera. Pero mi vecina no me mira a mí, sino a J2.
— Ayer fue el paso de ecuador de mi hija y le preparamos un photocall precioso, lleno de globos. Salieron unas fotos espectaculares. Ya no los necesitamos y hemos pensado que a las niñas les gustarían. ¿Verdad que quieres más globos? ¿Me acompañas a casa y los cogemos?
J2 le da la mano a la vecina antes de que yo pueda responder, y emprende el camino escaleras abajo. No puedo dejar sola a A, así que abro la puerta de pan en par, confiando en que no la secuestren los vecinos. Mientras que saco a A de la lavadora, donde había metido medio cuerpo, pienso que tengo que tengo que tener una charla con J2. En concreto, esa en la que se explica a los niños que no se vayan con desconocidos.
La voz de J2 y la vecina en la escalera me tranquiliza, pero por poco tiempo. La tira de globos ya está entrando en casa y todavía no ha terminado de salir del piso de abajo. Después de cinco minutos de forcejeo, una montaña de globos inunda mi salón, cual camarote de los Hermanos Max. La vecina se despide entonces, satisfecha por la misión cumplida, mientras yo pienso cómo le voy a explicar eso a J1.
No pasa nada, me consuelo. Los globos se irán pinchando, pienso, mientras J2 salta sobre uno con todas sus fuerzas. El globo estalla y, al hacerlo, suelta una lluvia de brillantina que cae sobre las tres y cubre el suelo como una alfombra plateada y brillante. Es peor de lo que pensaba.