Aunque sabíamos lo que queríamos comprar, nos habíamos detenido en la tienda de camino al almacén. Revolotéabamos en torno a los estantes sin buscar nada en concreto, y empecé a temer el momento en que comenzaríamos a echar cosas en la bolsa: unas toallas porque las nuestras están muy viejas. Una orquídea porque la anterior se murió durante el invierno. Una vela porque siempre merece la pena comprar una, aunque nunca lleguen a encenderse.
Tú te habías quedado mirando los utensilios de cocina y yo había ido hasta la zona de iluminación, para ver si encontraba una alternativa a la tulipa de plástico del dormitorio. Me había detenido delante de las lámparas de pie cuando, al otro lado de la estantería, una pareja había comenzado a hablar más alto de lo habitual. Al ver que los miraba, ella había bajado la voz, terminando la frase con un susurro. Con más fuerza de la necesaria, había dejado sobre el estante una caja de pilas. Él había mirado a las pilas y a la mujer alternativamente, y había metido la mano en la bolsa para dejar sobre el mismo estante una ristra de guirnaldas de colores. Ella entonces había cogido la ristra de guirnaldas y, con fingida tranquilidad, las había devuelto a la bolsa, pero no había terminado ahí. Un abrebotellas había aparecido entre sus manos y lo había dejado, con una mueca que trataba de ser una sonrisa, junto a las pilas.
Las manos habían comenzado a sucederse demasiado rápido. Él había sacado lo que parecía una funda de cojín, tapando las pilas y el abrebotellas. Ella había contraatacado dejando sobre el mostrador un cuchillo de cocina. Él había lanzado con rabia un juego de sábanas. Ella, un kit de herramientas. Los objetos iban apareciendo sin que pudiese apartar los ojos de la pareja que, frenética, se afanaba en vaciar lo que parecía el bolso de Mary Poppins. Después de que una alfombrilla de baño apareciese sobre el estante, y cuando ya no quedaba nada ahí dentro, él había lanzado la bolsa al suelo y, como un niño pequeño, la había pisoteado. En respuesta ella le había lanzado una mirada de desprecio y, cogiendo lo que se me antojó un par de objetos al azar – un reloj de pared y un paño de cocina – le había dado la espalda, dirigiéndose hacia la salida. Él había levantado la vista del suelo y, por fin, se había dado cuenta de que tenía un espectador. Me había lanzado una larga mirada y había levantado el dedo, señalándome. «No te confíes, – parecía decirme. También te puede pasar a ti».
Todavía seguía mirando el estante lleno de objetos cuando tú habías aparecido. Llevabas en las manos unos boles de cereales y unas pinzas de cocina.
– Ya sé que no necesitábamos nada, pero creo que merece la pena. – Te habías callado y te habías quedado mirando el montón de objetos al otro lado del estante. – ¡Pilas! ¿Te parece que cojamos un paquete?. Tenemos pero nunca van mal.
– Claro que sí, -había respondido, evitando mi primer impulso, que había sido sacarlas de la bolsa.- Coge todas las pilas que quieras.
En la foto, una pareja que fue a otro Ikea.