Hoy Ómicron se va. O eso es lo que dijo cuando apareció de forma inesperada en la puerta de casa. Solo serán siete días, exclamó alegre, como si fuera poco tiempo. Soy una mujer educada, así que sonreí como pude y me aparté a un lado dejándolo entrar, aunque la visita me venía fatal.
Mientras bebo un vaso de agua tras otro para mantener a raya el picor de garganta lo espío desde la cocina. A su alrededor está todo desordenado, el sofá lleno de migas y las bolisas se acumulan en el parqué. Es casi la hora de comer y todavía no ha preparado las maletas. No quiero dar la impresión de que lo estoy echando, pero cada vez que paso por delante del sofá y lo veo ahí, despatarrado, me tengo que morder la lengua para no lanzarle una indirecta. Lo haría si no me doliese tanto la cabeza, quién sabe si por su culpa o por la ventilación cruzada. Al menos no se queda dos semanas como hacía antes, pienso para consolarme, mientras me trago el enésimo paracetamol.
J2 no quiere que se vaya. De vez en cuando se acerca a Ómicron y lo abraza, zalamera. Qué bien estamos aquí todos, le dice, y nos mira buscando aprobación. Nosotros sonreímos, nerviosos, sin atrevernos a llevarle la contraria, no vaya a ser que decida quedarse más tiempo. Estoy muy contenta de que haya venido, me dijo ayer por la noche cuando la arropaba. Como si no supiéramos que lo invitó ella.
Voy a preguntarle si se quedará a comer. Seguro que dice que sí. Muy enfermo, pero no se pierde una comida.
En la foto, la maleta que he preparado a mi visitante. Espero que capte la indirecta.