Después de casi cuatro meses fuera, el tiempo parece haberse detenido en esta ciudad. El dueño de la tienda de abajo sigue pasando las horas apostado en la puerta, contemplándolo todo tras sus gafas de pasta blanca con expresión despreciativa. El chino de la tienda de enfrente ha sonreído levemente al saludarme, como solía hacer en los últimos tiempos, la mayor muestra de familiaridad que parece permitirse. Los dos hombres que charlan junto a la parada de Bizi siguen allí, como si estuviesen tramando algo. Me vigilan en silencio cuando trato de sacar la bicicleta del anclaje sin conseguirlo, y me siguen con la mirada cuando me marcho cabreada, porque según mi tarjeta tengo una bici en uso.
Afortunadamente, el gato de mis vecinos ha crecido. No me quita los ojos de encima mientras tiendo, como si estuviese llevando a cabo una labor apasionante – tal vez lo sea para él. Quién sabe. – Los árboles de la orilla del río también han crecido, y trato de seguir su sombra para no derretirme en mi carrera matutina.
Esos pequeños cambios me han tranquilizado. Había llegado a temer que me estaba guareciendo en un lugar del espacio donde el tiempo no avanza por lo que, como en Interstellar, tú y yo envejeceríamos a diferentes velocidades, y terminaríamos siendo totalmente incompatibles.
Como podéis ver, no entendí nada de la película.